El declive de las abejas preocupa a los biólogos por su papel en la polinización de muchos vegetales (SAID KHATIB / AFP)
Estamos a las puertas de la sexta extinción masiva de especies, algunas muy cercanas a nosotros
Descubrí que las golondrinas tenían el nido sobre el ventanal del comedor el día que nació mi hija, hace veinticinco años. Las mañanas de primavera eran intensas. Las golondrinas iban y venían frenéticas y parecían siempre a punto de chocar contra el cristal. Al final giraban bruscamente o aterrizaban con gran habilidad en el nido. Y así cada primavera. Hasta que un día dejaron de venir. Habían asfaltado las últimas calles del pueblo y las golondrinas se habían quedado sin charcos y sin barro para reconstruir sus nidos. Unos años después empezaron a desaparecer los gorriones. Los gorriones no le importan demasiado a nadie. Es comprensible. Las golondrinas despiertan algún tipo de emoción entre los que las observan. Pero los gorriones no. Los gorriones son invisibles. Han formado parte del paisaje humano desde sus inicios. Mao Tse Tung los trataba como parásitos. Organizaba movilizaciones masivas para exterminarlos. La gente era obligada a hacer ruido día y noche golpeando cacerolas y otros cacharros de cocina para asustar a los pájaros. Hasta que morían extenuados.
El declive del gorrión ha sido generalizado. Se han dado muchas explicaciones. Que si eran las ondas electromagnéticas de los teléfonos móviles. Que si las urracas han aprendido a saquear sus nidos. Que si la contaminación ha hecho el entorno urbano mucho más hostil. Pero hay otra causa mucho más sencilla: la comida. Los gorriones son omnívoros. Comen de todo. Pero cuando son polluelos, necesitan devorar insectos. Y los insectos han empezado a escasear. Es difícil empatizar con los insectos. No son las laboriosas y productivas abejas. Son los insectos en genérico. Insignificantes y vulgares.
El lunes pasado la Unesco publicó el informe más completo sobre la vida en la Tierra
Los grandes cambios son lentos e implacables. Nos rodean, pero son difíciles de percibir. Hagan la prueba con el paisaje. Uno conduce el coche y observa el paisaje idílico que recuerda de la niñez. En realidad, han pasado los años y ese paisaje ya no es tan idílico. Se ha llenado de granjas, de polígonos industriales, de edificios aislados. Pero nuestro cerebro obvia esas excepciones. Reconstruye el paisaje como lo queremos ver (el de la niñez). Hasta el día que recibimos un visitante que nos dice: ¡qué birria de paisaje! Y descubrimos horrorizados que las cosas han cambiado. La extinción de los insectos es uno de esos grandes cambios.
La constatación de que los insectos están desapareciendo a gran velocidad ha necesitado una década de trabajos científicos. Y está explicada de forma vibrante en un reportaje maravilloso de The New York Times publicado el 27 de noviembre del 2018 con el título de The Insect Apocalypse is Here. Apocalipsis. Es verdad, los científicos pueden llegar a ser muy exagerados. Ellos no piensan en la gente que se sentirá aliviada por esa noticia. ¡Por fin podremos retozar en la hierba sin problemas! ¡Qué placer, ir en bicicleta con la boca abierta sin que se te cuele un mosquito! ¡Cuánta felicidad, se acabaron los bichos!
El problema es que los insectos cumplen muchas funciones que desconocemos. La extinción no es algo estrictamente cuantitativo. Podemos preservar un centenar de animales de una especie allí donde antes había millones de ejemplares. Pero en realidad esa especie está virtualmente extinguida: su función en el ecosistema desaparece y desencadena una serie de cambios imprevisibles. Los biólogos las califican de especies zombies. Pero hay una razón más importante por la que preocuparse por los insectos. Cuando un estudio acredita que la población de este o aquel insecto ha caído un 90% en veinte años, está hablando también de proteína. Hablar del apocalipsis de los insectos es hablar de la desaparición de millones de millones de toneladas de proteína. De alimento para aves, reptiles, anfibios...
El lunes pasado, la Unesco presentó en París un informe deprimente. La pérdida de biodiversidad, concluyen los autores, es tal que amenaza con la extinción a un millón de especies entre plantas y animales. La Unesco lo ha calificado del estudio más completo sobre la vida en la Tierra. Y su conclusión es que esa vida desaparece con excesiva rapidez. Según ellos, estamos metidos ya en la sexta extinción masiva de especies. Causada por el hombre. Por la pérdida acelerada de tierras por la urbanización; por la agricultura intensiva, por la sobrepesca en los mares... Por tantas cosas que solo un cambio radical en la manera de vivir puede evitarla. Y de paso evitarnos problemas a nosotros como especie.
Pero es difícil que esos cambios se produzcan de manera ordenada y pacífica. La humanidad convive desde hace una década con la convicción de que el cambio climático no se va a detener. Nos hemos acostumbrado a unos veranos más largos y calurosos, a un tiempo más seco y a grandes incendios. Y aguardamos el día (que esperamos no ver) en el que el agua procedente del derretimiento del hielo en los polos se trague unas cuantas ciudades. Porque hablar del cambio climático y del protocolo de Kyoto es como hablar del tiempo cuando uno queda atrapado con alguien más en un ascenso y no sabe de qué decir. Si hemos aceptado todo eso, va a ser difícil movilizarnos contra la extinción de millones de especies, muchas de las cuales ni tan solo sabemos que existen ni si sirven para alguna cosa.
Extinción. El término siempre se había reservado para animales de territorios exóticos y remotos. Animales de los que preocuparse. El rinoceronte blanco. La pantera de las nieves. El gorila de montaña. Pero eso era en la época de los zoos tradicionales. Esta vez la desaparición amenaza a especies mucho más cercanas, algunas de las cuales han poblado los cuentos de nuestra infancia. O a especies más insignificantes y menos llamativas. Como el infame, modesto y humilde gorrión.
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