Empleados ponen a punto el fondo para la foto de familia de cara a la cumbre informal de esta semana en la plaza principal de Sibiu (Olivier Hoslet / EFE)
La identidad es un sentimiento de pertenencia a una comunidad cultural que da sentido a quienes somos mediante nuestra relación a otros seres humanos integrantes de dicha comunidad
La identidad es un sentimiento de pertenencia a una comunidad cultural que da sentido a quienes somos mediante nuestra relación a otros seres humanos integrantes de dicha comunidad. En ese sentido es distinta de ciudadanía (una pertenencia a un Estado asignada por el Estado) o de una categorización impuesta que no coincide con lo que sentimos. Las identidades colectivas son fundamentales en la construcción de una práctica social porque configura la relación con otros seres humanos en términos de convergencia de intereses y/o valores.
Una identidad religiosa nos predispone a una proximidad mayor con aquellos con quienes compartimos nuestras creencias. Una identidad sexual, una identidad de género o una identidad étnica definen las relaciones que nos son mas afines. Las identidades colectivas se construyen en la práctica social, no son preestablecidas, porque requieren una adhesión activa, sin la cual la definición de quienes somos es externa a nosotros, no se traduce en sentimiento de pertenencia y por tanto es débil en términos del sentido que le atribuimos a dicha pertenencia.
Esta clarificación analítica no es un puro ejercicio académico. Porque en función de cómo nos sentimos y con quién nos sentimos, compartimos o rechazamos decisiones institucionales y políticas tomadas en nombre de los colectivos que organizan la experiencia humana. Por consiguiente cuando hablamos de Europa como espacio de pertenencia, en la base de la convivencia, la cuestión primordial que se plantea es la de la existencia, o posible existencia, de una identidad europea. En realidad, los problemas que afligen a las instituciones europeas provienen en gran parte de la debilidad de dicha identidad. Porque si bien es cierto que para la mayoría de ciudadanos de la Unión Europea no hay rechazo explícito a dicha identidad común, la identidad se replantea cuando además de derechos hay que asumir obligaciones.
No molesta tener un pasaporte europeo superpuesto al nacional. O una moneda común (aunque no todos piensan así). Y, sobre todo poder definirse contra otros, ya sean chinos, japoneses, árabes, latinoamericanos, africanos e incluso estadounidenses. Pero siempre y cuando todo eso no comporte asimilarse necesariamente a otros europeos en una práctica común. Los conflictos surgen cuando hay que asumir decisiones en beneficio de otros miembros de esa comunidad que van mas allá de las comunidades nacionales, regionales o locales históricamente reconocidas. Por ejemplo, en situación de crisis económica, las ayudas de los estados y de la Comisión Europea a países, regiones, bancos o instituciones necesitados de apoyo financiero suscitan enormes resistencias en amplios sectores de la ciudadanía de los países mas ricos porque los destinatarios de esos beneficios, otorgados en parte con sus recursos, no son realmente parte de lo que sienten como suyo.
Y por parte de los países y regiones que reciben las ayudas surge un sentimiento de humillación y de rechazo a la imposición de condiciones de la ayuda recibida. Fue el rechazo a la inmigración europea de ciudadanos de la Unión Europea (no a la inmigración del tercer mundo) lo que determinó el triunfo del Brexit en el referéndum británico. Y es el rechazo a políticas comunes de inmigración y refugiados el elemento detonante de la elección de gobiernos xenófobos en países como Italia, Hungría, Polonia y, parcialmente, Finlandia.
Según el Eurobarómetro de la Comisión Europea, al ser preguntados por su identidad, los ciudadanos de la Unión declaran en un 89% que tienen un sentimiento de pertenencia a su ciudad o región, un 93% a su país. Y un 56% a la Unión Europea. No se puede decir que no haya identidad europea, aunque a un nivel significativamente menor, cuando más de la mitad de los europeos se asimilan con la Unión. Sin embargo, las identidades que definen comportamientos y se expresan en comunidad son las que denominamos fuertes, que en indicadores de actitud son las que se declaran por parte de las personas como muy identificadas a la comunidad de referencia. En esos terminos, un 57% se siente muy identificado con su país pero tan sólo un 14% se declara muy identificado con la Unión Europea. La identidad europea existe, pero es débil y se concentra en las clases profesionales y en los jóvenes.
En realidad, podemos decir que sin un cierto nivel de identidad europea común es poco probable que la unión política o económica de las instituciones y pueblos de Europa pueda perdurar. A menos que las élites políticas, económicas y culturales sean capaces de imponer esa unificación en términos de relaciones de poder.
Porque, dichas élites necesitan instituciones fuertes y una economía de gran escala para poder competir en términos de poder con otras élites en un mundo globalizado. Y sus intereses no son percibidos como propios por las capas de menor educación y nivel socioeconómico. Esa es la esencia del llamado déficit democrático de la construcción europea y la raíz de las crisis políticas que estamos viviendo*. ¿Por qué sacrificarnos cuando toca en función de las necesidades de otros que no son nuestros (la frontera clave de la identidad)? ¿Por qué con estos humanos y no con los niños hambrientos de África? Y si extendemos la solidaridad a otros ámbitos, ¿quiere decir que tenemos una identidad común con ellos? En realidad si, como seres humanos, pero no como europeos.
El movimiento de disgregación de las naciones Estado que componen la Unión Europea, ejemplificado por Brexit, por el ascenso de movimientos ultranacionalistas y la consolidación de gobiernos anti Unión Europea, en países como Italia, Hungría y Polonia, se refiere en ultimo termino al sentimiento de alteridad entre europeos en el sentido de una cultura o unos intereses compartidos. Por eso no fue posible aprobar la Constitución europea por referéndum (salvo en España y Portugal pero con una participación en el voto de solo un 42%). Y la respuesta de los estados, a saber convertir la Constitución en tratados aprobados
por los parlamentos, dominados sin excepción por los grandes partidos políticos, incrementó la separación entre élites y la mayoría de los ciudadanos.
Y es que, en el fondo, no existe base material para la existencia de una identidad europea común en términos de práctica compartida, que es el origen de las culturas e identidades. En términos geográficos, hay naciones europeas en el continente que no son ni serán aceptadas por la Unión Europea, tales como Rusia y Turquía y que serían las potencias demográficas si formaran parte de la Unión. Lo cual determina que Ucrania, mediatizada por Rusia difícilmente pueda acceder a la UE. Y países tan respetables como Suiza y Noruega siempre se mantuvieron prudentemente al margen de la Unión. Examinemos los otros criterios usualmente constitutivos de identidad colectiva institucionalizada. Obviamente, la lengua, atributo esencial de comunidades culturales, fragmenta Europa más que la une. Y la religión (a pesar del intento de algunos de hacer de Europa el baluarte de la cristiandad) no es ni puede ser un criterio de práctica común. No sólo porque hay importantes minorías religiosas, sobre todo musulmana, pero también judía, sino porque en la mayoría de los países europeos predomina la laicidad y por tanto la separación política y cultural entre Iglesia y Estado. En cuanto a la historia común, la historia que hemos compartido, ha sido, principalmente, una historia de guerras, matanzas y destrucciones, en particular en el siglo XX.
Precisamente contra esa historia se construyeron las instituciones europeas, como forma de prevención contra nuevas ambiciones de dominación entre estados nación. La identidad europea es un proceso en construcción, no una comunidad cultural enraizada en el pasado. Es lo que he conceptualizado en otros trabajos como identidad proyecto es decir la voluntad colectiva de una existencia común y de instituciones que la representen a partir de valores en los que la mayoría de los ciudadanos europeos se sienten reconocidos. Citando a los tratados comunitarios, los más importantes de esos valores son la defensa de la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el imperio de la ley y la defensa de los derechos humanos. En ese sentido, seríamos europeos en la medida en que asumamos, practiquemos y defendamos esos valores. La problemática se complica, sin embargo, al considerar, por un lado, que todo depende de cómo se interpreten e institucionalicen esos maravillosos principios.
Y por otro lado, ¿por qué esos valores son específicamente europeos? En realidad son valores universales, compartidos como identidad cultural por países como Estados Unidos, India, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y la mayoría de países latinoamericanos, a pesar de su contradictoria historia. Y en cambio en Europa, dichos principios han sido negados institucionalmente, incluso en la segunda mitad del siglo XX, por países como España, Portugal, Grecia y países de Europa Oriental (aunque en este último caso debido a su ocupación por la Unión Soviética). Entonces, ¿a qué nos referimos al hablar de los valores europeos, fundacionales de una Europa unida, en términos de práctica históricamente compartida? Aquí aparece la sospecha de que es nuestra forma de referirnos a una civilización, supuestamente superior por nuestra mayor capacidad de poder (tecnológico, económico, militar) a lo largo de la historia. Se supone que estos valores están arraigados en Europa, como faro civilizador, y por tanto colonizador, del resto del mundo.
Entramos en un terreno de racismo étnico de justificación de la conquista depredadora de otros pueblos bajo la ideología del choque de civilizaciones. De modo que aunque efectivamente el proyecto (que no la realidad actual) de una identidad europea humanista que incluya los derechos humanos, los derechos animales y la conservación de la naturaleza, sea encomiable como aportación a un mundo en crisis, ese proyecto hay que construirlo entre todos más que presuponerlo. Y en este sentido las tendencias actuales de la defensa a ultranza de las naciones existentes y sus supuestos valores civilizadores indican la debilidad de ese proyecto y la falta de comunidad en torno a el. Porque si se niegan los derechos humanos de los demás humanos no europeos (de los refugiados por ejemplo), ¿cómo podemos hacer un Europa de los derechos humanos?
Y sin embargo, no hay alternativa, excepto la disolución de las instituciones conacionales europeas, si queremos preservar el proyecto de unificación con todo lo que representa, un sueño medieval, retomado por la Ilustración, aun en medio de guerras salvajes entre naciones. Será la Europa de los valores o no será. Los problemas económicos y técnicos (por ejemplo un euro sostenible a partir de una política fiscal común y un sistema bancario compartido) pueden resolverse si hay voluntad política. Porque fue esa voluntad política de algunos políticos y tecnócratas ilustrados la que configuró el proyecto europeo. Partiendo de la Europa que ellos querían, superando los horrores de la guerra y la colonización. Pero se olvidaron de contárselo a la gente. Se adentraron en una serie de medidas que mejoraron la economía y las condiciones de la vida de la gente, establecieron programas de desarrollo regional, buscaron la paz y el desarrollo mundial, siempre bajo el paraguas militar de Estados Unidos.
Y supusieron que los ciudadanos se darían cuenta de la conveniencia de ser europeos y consolidarían el proyecto. Para muchos de ellos esto ya no es así. Y la reacción contra unas élites políticas que practicaron demasiado tiempo el despotismo ilustrado puede echar al traste el bienintencionado invento. La construcción de una identidad europea explícita es absolutamente necesaria para profundizar la comunidad cultural y la identidad política. Pero la contradicción es que para resolver los problemas hace falta mas integración política, no menos. Por ejemplo para estabilizar el euro. Lo cual requiere, previamente, una construcción de valores en el conjunto de la ciudadanía, debatida y participada por dicha ciudadanía. Hoy por hoy estamos bajo el impacto del nacionalismo más reaccionario y defensivo en todos los países. Y para combatirlo en nombre de la comunidad europea, parte de la comunidad humana, hay que multiplicar prácticas comunes. Como el programa Erasmus que, a pesar de su excesiva burocracia, ha creado comunidades de estudiantes europeos. Como las capitales culturales europeas. Como la política de medios de comunicación europeos, apoyándose en un internet tecnológicamente global. Por ejemplo con la creación de un Google europeo que proporcione una
alternativa de privacidad y lucha contra la invasión bárbara de las redes sociales a la actual situación dominada por transnaciona-les que solo buscan ganancia por mucha ideología libertaria que pregonen. Una práctica europea común ya arraigada son las competiciones deportivas, que se han transformado en la aspiración de todos los clubes tanto profesionales como aficionados. Si hay un deporte europeo, una cultura europea, una educación superior europea, una ciencia y tecnología europeas (como el European Research Council o el European Institute of Technology and Innovation), y unos medios de comunicación europeos, incluida la comunicación basada en internet, estaremos sentando las bases de prácticas comunes, que lleven a valores compartidos que puedan ser la fundación de instituciones europeas arraigadas en toda Europa. Pero para que eso pueda plantearse como horizonte de esperanza hay primero que derrotar en las mentes y en las urnas, europeas y nacionales, a las fuerzas ultranacionalistas y antieuropeas que proliferan en nuestro entorno alimentándose carroñeramente de la frustración de los ciudadanos con las élites políticas tradicionales. Una Europa unida será una Europa de derechos humanos y prácticas democráticas o no será.
* El análisis propuesto en este texto está basado en los datos y estudios presentados en el volumen Las crisis de Europa (dirigido por Manuel Castells y otros), Alianza Editorial, Madrid, 2018. Remito a dicho volumen para las referencias pertinentes.
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