martes, 14 de mayo de 2019

Pedir turno en el Everest

Ascensión a la cima del Everest, en 2018.

Ascensión a la cima del Everest, en 2018. GETTY

Las expediciones turísticas saturan la cima del planeta, convertida en un negocio para quien puede pagar una ascensión sin necesidad de ser alpinista



El récord de ascensiones al Everest (8.848 m) en una temporada se produjo en 2018: 802 personas pisaron el techo del planeta pero solo una no empleó oxígeno artificial. Es la estadística que exaspera a Reinhold Messner y a Peter Habeler, los primeros seres humanos que desafiaron a la ciencia y a la medicina, prescindieron del aire embotellado y demostraron que el ser humano podía sobrevivir tirando de pulmones en lo más alto del planeta. Fue en 1978, el 8 de mayo: los que no criticaron su osadía extrema se emocionaron y los convirtieron en héroes. 41 años después, Reinhold Messner observa espantado un dato que le sorprende: solo el 4% de las 4.833 ascensiones que observa el Everest se lograron sin la ayuda de oxígeno en bombona, una forma de dopaje bendecida, aceptada y recomendada por todas las instancias que no desean que el Everest sea un cementerio.
 “Son turistas”, dice Messner, uno que enseñó el camino, la manera ética de escalar las montañas más elevadas del planeta. Habeler y él soñaron un Everest limpio, ético, una forma de respetar la montaña más elevada. Pero hoy en día, la cima del planeta es un negocio más, cada vez más pujante, ordenado, aséptico y alejado de la aventura que vivieron los pioneros. Todos los grandes alpinistas de la actualidad siguen la senda dibujada por Messner: dificultad técnica, ligereza, escasez de medios, velocidad, osadía… pero su ejemplo no significa nada en las dos rutas normales que conoce el Everest, una desde su vertiente de Nepal, la otra desde Tíbet. Y esto es un dolor de muelas para Reinhold Messner o Peter Habeler, convencido este último de que “la mayoría de los que pisan el Everest jamás deberían hacerlo”. Cada año, 1.000 personas entre escaladores profesionales, guías y clientes tratan de escalar el Everest. Para ello, hacen cola, como a la entrada de los estadios de fútbol. Casi hay que pedir turno para subir el Everest.


Un 64% de las ascensiones se dan desde Nepal y el 36% desde China, estadística idéntica en cuanto al numero de muertes, según el Himalayan database. Y hasta 288 personas han fallecido en el intento. El Chomolungma (nombre de la montaña en tibetano) o Sagarmatha, nombre nepalés del Everest, es un asunto comercial, un premio que se paga caro y que, cada vez exigirá un mayor desembolso: China, cuya vertiente es más austera que la de Nepal, quiere que su ruta sea igual de popular, busca clientes y la creciente demanda se los concede, lo que se traduce en una guerra de precios al alza.
Escalar el Everest cuesta entre 26.000 y 115.000 euros: la primera es la tarifa baja, pero hay una intermedia de unos 60.000 euros. La diferencia es que las tarifas bajas son operadas por agencias de Nepal, mientras que las altas pertenecen a empresarios extranjeros que llegan a emplear varios guías para una sola persona. Solo el oxígeno embotellado cuesta unos 5.300 euros y da para unas 20 botellas, la medida perfecta para no congelarse, dormir plácidamente y no comprometer el viaje de ida y vuelta a la cima.
En 1978, Habeler y Messner escalaron hacia lo desconocido. Habeler asegura que escaló concentrándose en colocar un pie por delante del otro, sin cometer errores, aunque en su fuero interno temía un colapso súbito, esperaba el momento en el que ya no pudiese seguir respirando. Los dos médicos que les aguardaban en el campo base les habían advertido de lo que había en juego, y cuando los vieron desaparecer ladera arriba, todos pensaron que caminaban hacia su tumba. Ellos, en cambio, confiaban en su juventud, en su fuerza y en el beneficio de escalar ligeros, con una diminuta mochila a la espalda.
Pese a todo, fue una pelea contra la aprensión y el cansancio extremo: Habeler sufrió alucinaciones y ambos se vieron arrodillados en la nieve, como animales, tratando de recuperar el aliento. Siempre miraron hacia la cima, como si la posibilidad de fallecer no existiese. Eran bestias motivadas, dos con una fortaleza psicológica desmedida. “Fue mi alma quien me condujo hasta la cima”, escribiría Messner. Cuatro décadas después apenas 200 alpinistas han querido seguir su ejemplo. Otros muchos son turistas en la cima del mundo.

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