Un seguidor de Donald Trump, en la noche de ayer. EFE
Nadie como el líder republicano ha sabido leer el sentimiento de los americanos, sus miedos, sus odios y sus esperanzas; su sentido identitario.
Se equivocaron los estrategas electorales de Joe Biden y los analistas políticos de Estados Unidos; Donald Trump no era solo la causa de la polarización y la radicalización en la primera potencia mundial, también era la consecuencia de un ambiente crispado y lleno de desafección hacia las élites políticas. Un ambiente que le aupó de forma sorpresiva a la Presidencia en 2016 y que podría asegurarle (a medida que pasan las horas parece más improbable) la reelección en estos comicios. Hay que ver al todavía inquilino de la Casa Blanca más como el síntoma que como la enfermedad que padece ese país.
A estas horas, los ciudadanos norteamericanos, y los de todo el mundo, asisten atónitos al recuento de los votos de unas elecciones cruciales para el futuro global. Las encuestas han vuelto a fallar estrepitosamente. En lo único que han acertado los analistas es en que Trump no iba a aceptar de buen grado una posible derrota. De hecho, cuando seguían contándose los sufragios en los estados decisivos para determinar quién ocupará la Casa Blanca durante los próximos cuatro años, el presidente se declaró ganador, denunció sin pruebas un amaño en las elecciones y pidió que se dejarán de escrutar las papeletas enviadas por correo.
Los norteamericanos han acudido masivamente a las urnas. La mayor movilización en 120 años, con más de 160 millones de votos, de los que 100 millones lo hicieron anticipadamente. Un récord de participación que augura una conteo largo y polémico, dependiendo de quién acabe ganando las elecciones. Trump y Biden pelean distrito a distrito, estado a estado, por alcanzar los 270 votos electorales que les dará la vitoria a uno o a otro.
Parece claro que el candidato demócrata ha obtenido más votos físicos que el republicano (también lo consiguió Hillary Clinton), pero el actual presidente ha cosechado cuatro millones de sufragios más que en 2016; a pesar de los malísimos resultados de la gestión de la pandemia (nueve millones de contagiados y 230.000 fallecidos) y del pinchazo de la economía, que entró en recesión este verano.
Al margen de la escasa fuerza y empatía de Biden como candidato a presidente, hay que preguntarse ¿qué es lo que lleva a más de 70 millones de estadounidenses a apoyar a un líder atípico, agresivo, mentiroso y desestabilizador? Y la respuesta puede estar en el titular de este artículo: Trump no solo es la causa de la crispación, sino sobre todo su consecuencia.
Nadie como el líder republicano ha sabido leer el sentimiento de los americanos, sus miedos, sus odios y sus esperanzas; su sentido identitario. Ya lo hizo en 2016, cuando derrotó contra todo pronóstico a Hillary Clinton, y lo ha vuelto a hacer ahora, aunque es más que dudoso que al final acabe proclamándose vencedor.
Elliot Gerson, vicepresidente del prestigioso Aspen Institute, lo explicaba ayer en una entrevista. "Hay una enorme cantidad de alienación, desconfianza, furia, resentimiento, cinismo y conspiraciones en el país", decía, "y Trump ha aprovechado y exagerado el sentimiento de abandono y el resentimiento de personas que han visto cómo su situación en la sociedad caía década tras década". Añadía que durante la campaña no se ha debatido ninguno de los problemas reales de Estados Unidos.
Se ha votado más por los sentimientos que por la razón. Y el eslogan que le llevó a la Casa Blanca hace cuatro años (América grande de nuevo), ha mantenido su vigencia aun en los peores meses de crisis sanitaria, económica y social en el país. Trump se ha apropiado de las incertidumbres de sus ciudadanos y no solo ha mantenido el número de votos de 2016, sino que los ha aumentado.
Los grandes eslóganes (más falsos que reales), son los que querían escuchar los norteamericanos: guerra a la inmigración ilegal, creación de empleo, bajada de impuestos, poder mundial, fortaleza militar, defensa a la libertad de portar armas, defensa de la industria nacional... ¿Alguien ha hecho balance de sus promesas? No, las élites del partido demócratas son culpables de cierta condescendencia hacia una población herida e irritada. Nunca como ahora ha estado el país tan crispado y polarizado, tan dividido en dos bloques posiblemente irreconciliables. Ese debería el primer objetivo del presidente electo en 2020, sea el que sea: romper esa tendencia que parece imparable al enfrentamiento en los dos grupos en litigio. Un mal que se extiende por otras áreas del mundo, pero que nunca había sido tan real en Estados Unidos. Recuperar el diálogo y el consenso sobre las políticas que deben desarrollar durante los próximos cuatro años. Una legislatura en la que, además, la Cámaras volverán a estar repartidas: el Congreso para los demócratas y el Senado para los republicanos.
Parece que la reconciliación sería más fácil con Biden como presidente que con Trump. Pero gane quien gane, el nuevo líder mundial deberá afrontar importantes retos. Destacan entre ellos, la lucha contra la pandemia, la salida de las crisis económica, la reconstrucción de las relaciones internacionales, la sanidad, la violencia en las calles fruto del racismo, las tensiones con otras potencias mundiales (sobre todo con China), el papel que debe jugar Estados Unidos en las instituciones multilaterales, el cambio climático y, por encima de todas ellas, la solución a la grave crisis institucional fruto de la desafección de los ciudadanos.
La democracia norteamericana ha quedado herida tras cuatro años de Trump y hay que curarla cuanto antes. Y para ello hay que recuperar la unidad y la estabilidad de la sociedad.
JAVIER AYUSO
5 NOV. 2020 - 01:00
https://www.expansion.com/opinion/2020/11/05/5fa32c66e5fdeaaf488b45c3.html