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Comprendo bien la actitud desafiante que hoy vemos en Alemania cuando se enfrenta a la crisis en la que está sumida la eurozona. El enfado alemán es obvio y está bien fundado.
Durante los últimos 10 años, mientras España, Irlanda, Portugal y otros países disfrutaban de la fiesta de unos bajos tipos de interés, los alemanes redujeron sus salarios, soportaron duras reformas estructurales y pasaron por la dolorosa prueba de cinco millones de desempleados en un esfuerzo por modernizar sus industrias. Sus sacrificios les han llevado a tener un amplio superávit comercial y un aumento del 80% de sus exportaciones a China.
Ningún otro país hubiera podido mantener al mismo tiempo los costes de integrar a 16 millones de personas de Europa del Este en un Estado unificado, o de unirse al euro a un tipo de cambio tan poco competitivo, y, sin embargo, haber reconstruido incluso la fuerza exportadora del país.
Alemania tiene ahora la economía más fuerte de Europa, y Angela Merkel y el pueblo alemán merecen que se les elogie por sus logros exportadores. Pero si esa fuera la única historia que contar, entonces el remedio a la actual crisis sería sencillo: seguir el ejemplo alemán: austeridad, y, si eso falla, todavía más austeridad.
Hace tres años, cuando la crisis financiera empezó a golpear, el Gobierno alemán, como el resto de Europa, definió rápidamente el problema como anglosajón, echando la culpa a Estados Unidos y a Reino Unido. Un año más tarde, cuando la crisis financiera se había transformado en una crisis económica general, los alemanes se replegaron a un territorio todavía más seguro, más familiar, redefiniendo la crisis mundial no como financiera sino como fiscal, una crisis de déficits y de deuda.
Como resultado de ello, Alemania ha negado tener culpabilidad alguna en lo que ha ido mal. Realmente, si puede argüir que no es la fuente del problema puede justificar resistirse a adoptar costosas medidas para resolverlo.
Pero, de acuerdo con el Banco de Pagos Internacionales, Alemania prestó casi 1,5 billones de dólares a Grecia, España, Portugal, Irlanda e Italia. Al comienzo de la crisis los bancos alemanes habían hecho el 30% de todos sus préstamos a los sectores privados y públicos de esos países. Todavía hoy esa categoría de préstamos es equivalente al 15% del volumen de la economía alemana.
Añadamos a eso la profunda implicación alemana en el despilfarro del crédito inmobiliario norteamericano (la mitad de los activos subprime se colocaron en Europa), así como en la especulación inmobiliaria europea, y tendremos claro que allí donde tenían lugar las fiestas, los ban
cosalemanes habían suministrado la bebida. La única fiesta que se perdieron, como ya dijo en broma un comentarista, fue la del esquema Ponzi de Bernie Madoff.
Como resultado de ello, los bancos de Alemania son hoy los que tienen un coeficiente de endeudamiento más alto que cualquiera de las economías más avanzadas, hasta dos veces y media más que sus competidores bancarios estadounidenses, según el FMI.
De hecho, preocupados por el impacto que pudieran tener las pruebas de resistencia en su credibilidad, los reguladores de la banca alemana han sido hostiles a tener que pasar por los mismos requisitos de comprobación y de contabilidad del capital acordados para todos los otros países de la eurozona, y uno de los Landesbank -bancos regionales alemanes de titularidad pública- llegó al extremo de retirarse del test la víspera de que se hicieran públicos los resultados.
Pero ¿por qué debiera preocupar eso a Alemania, que es competitiva, fiscalmente sólida y económicamente robusta? Porque por toda Europa las pobres condiciones del sector bancario se están convirtiendo en un riesgo para la recuperación y la estabilidad. Los bancos alemanes, como los demás bancos europeos, dependen de la obtención de fondos a corto plazo, y, en los próximos tres años, esos ya débilmente capitalizados y escasamente rentables bancos tienen que recaudar 400.000 millones de euros de los mercados, una cantidad que es cerca de un tercio de toda la deuda de la eurozona, estimada en 1,4 billones de euros.
Hace pocos días le tocó a Francia -calificada, como Alemania, con AAA por las agencias de calificación crediticia- enfrentarse a la presión de los mercados, debido a su alto grado de exposición a la periferia del euro. Cada país tiene sus propios problemas, pero, a medida que la crisis se desplaza hacia el núcleo de Europa, también Alemania podría encontrarse con que su otrora indiscutible imagen se convierte en un bastión financiero en tela de juicio.
A corto plazo Alemania hará bien en apoyar la recapitaliza-ción bancaria a escala europea, algo de lo que ella misma se beneficiará. Pero también ha llegado el momento de que reconozca que tiene que ser parte integrante en la solución del problema, puesto que ha sido parte integrante del propio problema.
Por supuesto que nadie debe esperar que Berlín transfiera un amplio porcentaje de su riqueza a los países más pobres de la Unión Europea en la misma escala en la que operan otros Estados federales -Estados Unidos, Australia y otros-, pero debe persuadirse de que la crisis no se puede resolver sin la disponibilidad de un eurobono común, una legislación en favor de una mayor coordinación fiscal y monetaria, y un papel del Banco Central Europeo que le lleve un paso más lejos que el de ser el guardián de la baja inflación, asumiendo un segundo papel de prestamista de último recurso.
Al final, Alemania tendrá que ponerse de acuerdo en un mecanismo común para que Europa pague su salida de la crisis. Su reciente incapacidad para actuar desde una posición de fuerza pone en peligro no solo al país mismo sino a todo el proyecto del euro, que Alemania ha empleado décadas en desarrollar.
Por GORDON BROWN / Global Viewpoint Network from elpais.com 28/08/2011
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