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Los padres que ya no saben distinguir entre el bien y el mal.
Costa Rica es el país más feliz del mundo, seguido por la República Dominicana, Jamaica, Guatemala y Vietnam. España se encuentra en el puesto número setenta y seis de la lista, inmediatamente después del Reino Unido y Japón, y un poco por encima de Polonia e Irlanda. Estas conclusiones se desprenden de un estudio realizado en el año 2009 por el NEF (New Economics Foundation), denominado el Índice de Felicidad del Planeta. A diferencia de otras investigaciones semejantes, los datos recogidos no aluden tanto a las condiciones materiales o ambientales que condicionan a sus habitantes, sino al sentimiento subjetivo de los mismos, lo que explicaría que países que desde Occidente consideramos como subdesarrollados copen los primeros puestos.
Lo que resulta más sintomático es la baja posición que ocupan países que, en teoría, hicieron del Estado del Bienestar su bandera. Suecia y Noruega se encuentran en los puestos cincuenta y tres y ochenta y ocho, respectivamente. Y Estados Unidos se hunde en el puesto ciento catorce. ¿Qué ocurre entonces en estos países que, aun avanzados materialmente, no son capaces de ofrecer felicidad a sus habitantes? Recientemente, el Primer Ministro David Cameron ha pedido a la agencia de estadística inglesa que mida el bienestar de su país atendiendo a los criterios del Índice de Felicidad, muestra del interés que suscita el tema en occidente. Al Gore, en su campaña por la presidencia de los Estados Unidos, llegó a afirmar que "la acumulación de bienes es hoy en día tan alta como el número de gente que siente vacío en sus vidas". ¿Hacia qué panorama nos dirigimos?
Los niños están en el centro del problema
Esta situación fue enunciada ya durante los años setenta por el profesor Richard Easterlin, de la Universidad del Sur de California. Easterlin concluyó que "las sociedades ricas no son necesariamente más felices que las pobres". En primer lugar, porque el estándar del bienestar aumenta, provocando que sea mucho más difícil para el individuo estar satisfecho con su situación personal. Como consecuencia de ello, un hombre rico en una sociedad avanzada es más feliz que un pobre que habite en la misma, pero no más que un pobre que resida en una sociedad subdesarrollada. Es cada contexto el que impone sus niveles de bienestar.
En segundo lugar, la sociedad occidental se basa en una racionalización tan extrema que provoca la insatisfacción que proporciona la acumulación continua, y por lo tanto, infinita e inacabable. De ahí igualmente se derivan algunas visiones estereotipadas (y falsas) del Tercer Mundo, en las que sus habitantes, vestidos con harapos y hambrientos, son capaces de cantar y vivir felizmente en las calles plagadas de enfermedades de sus ciudades. Pero un mínimo de bienestar material es vital, puesto que los puestos más bajos del Índice están ocupados por países africanos como Zimbabwe, Botswana o Tanzania.
La paradoja entre el bienestar material y el malestar espiritual fue sintetizada de forma certera por David Myers en American Paradox: Spiritual Hunger in an Age of Plenty, un análisis de la sociedad estadounidense de las últimas décadas que arrojaba un panorama deprimente. "Cobramos más que nunca, nos alimentamos mejor, somos más saludables y tenemos más derechos humanos", apuntaba Myers, "y aun así hemos sufrido desde los sesenta la peor recesión social conocida: la tasa de divorcio se ha doblado, el suicidio adolescente se ha triplicado, la criminalidad se ha cuadruplicado y el número de presos se ha quintuplicado". Myers señalaba, igualmente, que "en el centro de los problemas de América están los niños y los jóvenes; nunca como en los últimos años los indicadores han sido tan negativos en este sentido".
Tenemos dinero, nos falta el tiempo
La doctora Helen Wright, presidenta de la Asociación de Colegios Femeninos, señaló recientemente a los padres como directos causantes de la mala educación de sus hijos. La dureza de la acusación hizo saltar sus declaraciones a los medios. "Algunos padres han carecido tanto de educación y valores en su propia vida que ya no saben distinguir lo bueno de lo malo", anunció Wright. "Como resultado, están introduciendo inconscientemente a sus hijos en un universo donde es aceptable llevar maquillaje y ropa provocativa". Su propuesta indicaba que en lugar de reeducar a los hijos, habría que reeducar a sus padres, que son los que han abandonado a los primeros. Nada nuevo en Inglaterra. Un programa recientemente aprobado por el Gobierno británico llevará a que más de 50.000 progenitores reciban clases de paternidad en el próximo año, espoleados por el informe de UNICEF que afirmaba que los niños británicos son los más infelices del mundo desarrollado. Y, aquí llega lo esencial, no se trata de clases bajas, sino en su mayor parte, de clase media y alta formada por profesionales y otros trabajadores que apenas disponen de tiempo libre. Así pues, el proletariado educativo ya no está formado por los más pobres, sino por los que carecen de tiempo para emplearlo en sus hijos.
Eso explicaría por qué, en un alto grado, se consienten los caprichos de los niños con tanta facilidad. Si no se tiene tiempo, pero sí dinero, es más fácil proporcionar un bien material adquirido a través de ese mismo trabajo que nos aleja de nuestros hijos. Un estudio realizado por la Understanding Society el pasado mes de febrero concluía que la clave de la felicidad de los pequeños se encontraba en lo más sencillo: en comer con sus padres. Como señalaba el estudio "los niños que cenan con su familia al menos tres veces a la semana son sustancialmente más proclives a ser felices con su situación familiar que los que nunca lo hacen".
No hay que sustituir el cariño por bienes materiales
¿Necesitamos realmente recibir clases para saber cómo tratar a nuestros hijos? El reto es doble: por un lado, el que tiene nuestro entorno (laboral, social, familiar) de favorecer la conciliación. Pero también el nuestro de saber qué hacer para no criar niños infelices. En esa tarea, debemos tener presente que el consumo es, en gran número de ocasiones, un sustituto de una necesidad afectiva mayor. La compra puede otorgar un bienestar temporal, pero nunca conseguirá ocupar por completo el hueco que deja la irrealización de esa necesidad. Uno de los problemas principales es la exposición prolongada de los niños a la publicidad emitida a través de los medios de comunicación, que aumenta su ansiedad por consumir. La Agencia de Responsabilidad Publicitaria aconseja a los padres "que la educación de los niños para hacerles entender el propósito de la publicidad es crucial, de forma que puedan comprenderla críticamente". Sin embargo, no hay nada que hacer si el padre sigue sustituyendo el tiempo pasado con sus hijos con productos materiales.
Uno de los miembros del NEF señalaba, con admiración, que en Ecuador la Constitución detalla que una de las metas de la nación debía ser garantizar el "buen vivir" del ciudadano. Frente a los conceptos mensurables de gran parte de los cuerpos legislativos occidentales, en la carta magna del país latinoamericano hace acto de presencia un concepto filosófico, difícil de definir pero fácilmente entendible por la mayor parte de la gente. "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la era de la sabiduría, era la era de la estupidez, teníamos todo ante nosotros, no teníamos nada por delante", decía la célebre cita de Charles Dickens que abría Historia de dos ciudades. Conseguir superar esa paradoja es probablemente el mayor de los retos de la sociedad actual, en la que la abundancia de bienes ya no es directamente proporcional al éxito personal, sino al deterioro de nuestras relaciones personales.
Por Héctor G. Barnés from elconfidencial.com 27/11/2011
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