jueves, 22 de agosto de 2013

Martin Luther King, un sueño casi cumplido

 

 

El 28 de agosto de 1963, una marcha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos recorrió Washington DC, la capital del país

El doctor King, un excelente predicador, pronunció ante más de 200.000 personas uno de los discursos más brillantes de todos los tiempos: ‘I have a dream’, exclamó. Y la historia cambió


Hace solo 50 años, en Estados Unidos, los negros, ese era su nombre, no afroamericanos, eran linchados por fanáticos blancos. En los Estados del Sur, el Ku Klux Klan quemaba sus propiedades y bombardeaba sus iglesias, y las cruces de esta organización racista ardían amenazantes por las noches; la segregación racial se practicaba en universidades y escuelas, en las estaciones de autobuses y trenes todavía había salas separadas para las dos razas, también estaban segregados los lavabos públicos.
 
La abrumadora mayoría blanca, algo que también pertenece ya al pasado, mantenía a los negros como ciudadanos de segunda violentando los derechos humanos y la doctrina de la libertad sobre la que se había construido el país; la policía utilizaba la máxima brutalidad e incluso el crimen contra los negros; eran frecuentes las desapariciones de luchadores por los derechos civiles mientras hacían campaña por Estados sureños como Alabama y Misisipi, que luego aparecían torturados y asesinados, a manos de los mismos sheriffs encargados de mantener el orden. Un negro había muerto de­sangrado en Alabama porque el conductor, blanco, de la ambulancia que acudió a la llamada se negó a recogerle.
 
Es importante recordar esta realidad para comprender lo que supuso la Marcha sobre Washington que el 28 de agosto de 1963 movilizó a unas 200.000 o 300.000 personas, en su inmensa mayoría negros, que caminaron por el Mall de la capital federal, desde el obelisco erigido en recuerdo de Washington, el primer presidente del país, hasta el Memorial de Lincoln, el presidente que acabó con la esclavitud, auténtica catedral civil de Estados Unidos. La minoría negra llevaba tiempo organizándose y saliendo a la calle dividida entre los que predicaban la vía pacífica de Gan­dhi, para los que los agravios sufridos por los negros podían resolverse, sin violencia, dentro del sistema, y un sector extremista, no despreciable, que propugnaba utilizar la fuerza; estos últimos, capitaneados por Malcolm X, arengaban a los jóvenes negros con la incendiaria consigna: Burn, baby, burn.
 
El verano de 1963, el año en el que Richard Burton y Elizabeth Taylor se enamoraron en el rodaje de Cleopatra, los Beatles realizaron su primera gira por Estados Unidos y el general De Gaulle vetaba la candidatura de Reino Unido al Mercado Común, fue muy caliente y las ciudades estadounidenses comenzaron a arder en los primeros disturbios raciales. El escritor de color James Baldwin advertía en The New Yorker: “El precio de la liberación de los blancos es la liberación de los negros”. Estados Unidos tenía 189 millones de habitantes, y el libro más vendido era Las sandalias del pescador, de Morris West.
 
Ocupaba la Casa Blanca el joven presidente Kennedy, que había comprendido la necesidad de afrontar la polarización racial, que consideraba una cuestión moral irresuelta, “tan vieja como las Escrituras y tan clara como la Constitución americana”. JFK había solicitado al Congreso que promulgara una ley de derechos civiles comprometiéndose a que “la raza no tenga sitio en la vida o en la ley del país”. Optimista, creía que un gran cambio estaba al alcance de la mano y era la hora de hacer esa revolución pacíficamente. No llegaría a verla: tres meses después caería asesinado en Dallas. Fue su sucesor, un presidente sureño, Lyndon Johnson, quien sacó adelante la Ley de Derechos Civiles y la ley que garantizaba el voto igual para los negros. “Su causa”, explicó, “debe ser la nuestra, porque no solo son los negros, sino todos nosotros quienes debemos superar el abrumador legado de la intolerancia y la injusticia”. No se cumplieron los temores de violencia en la Marcha del 28 de agosto. Los manifestantes sorprendieron por su disciplina y 5.900 policías asistieron, tensos, a una manifestación pacífica; los 4.000 soldados y marines listos por si acaso no fueron llamados. Los congregados portaban pancartas en las que exigían ¡Derechos civiles efectivos, ya! Unos jovencísimos Bob Dylan y Joan Baez cantaron a coro When the ship comes in. Pero el himno sonoro de la Marcha fue el We shall overcome (Venceremos).
 
Quien hizo historia ese día fue un joven reverendo negro, líder de los derechos civiles para su raza, el doctor Martin Luther King, un extraordinario predicador que pronunció el discurso I have a dream (Yo tengo un sueño), que resuena aún a la altura de la oratoria más inspiradora de todos los tiempos. Esas cuatro palabras han quedado grabadas en el disco duro de la memoria universal como un mensaje de esperanza e igualdad. Pronunciado bajo un silencio casi religioso en las escalinatas del Memorial Lincoln, a la sombra de la estatua en mármol del presidente también asesinado, King llamó a comparecer a la conciencia de Estados Unidos.
 
“Tengo un sueño de que un día esta nación se levantará para convertir en realidad el verdadero significado de su credo: ‘Mantenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas, que todos los hombres son creados iguales’. Sueño que un día en las rojas colinas de Georgia los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos amos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la hermandad. Sueño que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel”. La América blanca recibió las palabras de King como una ofensa, pero el movimiento de los derechos civiles recibió un empujón que mucho después resultaría imparable. Pero antes el sueño del 28 de agosto de 1963 se teñiría de violencia y retroceso en muchas ocasiones. Martin Luther King no llegó a verlo: fue asesinado de un disparo en la cabeza en 1968 en el motel Lorraine de Memphis. La muerte del discípulo de Ghandi desató la mayor oleada de disturbios, incendios y saqueos de la historia del país, que afectó a 168 ciudades; solo en Washington fueron incendiados 711 edificios, algunos de ellos a pocas manzanas de la Casa Blanca; los negros fueron llamados a coger sus armas y 55.000 soldados fueron necesarios para restablecer el orden.
 
Hoy, medio siglo después de la Marcha sobre Washington, Estados Unidos ya no es el país binario, blanco y negro. La raza no es la cuestión central que lo divide. En gran medida se ha cumplido el sueño que tuvo King hasta el extremo, posiblemente nunca soñado por él, de contar con el primer presidente negro de su historia. Barack Obama, que alcanzó la Casa Blanca gracias a no convertir a la raza en el eje de su campaña, se considera, sin embargo, un heredero directo del sacrificio y el esfuerzo de los líderes como King. Nada más llegar al poder, devolvió al Gobierno británico el busto de Churchill que presidía el Despacho Oval, que Londres le había prestado a George Bush tras el 11-S, sustituyéndolo por uno de Luther King y otro de Lincoln. Obama, que solo tenía dos años cuando tuvo lugar la Marcha sobre Washington, considera que la lucha por la libertad de los negros no solo define la experiencia afroamericana, sino la experiencia estadounidense.
 
En el epílogo de la biografía sobre Obama El puente. Vida y ascenso de Barack Obama, de David Remnick, el presidente declara al autor: “En el núcleo del movimiento de los derechos civiles, incluso en medio de la ira, la desesperación y el black power, hay una voz, que es sobre todo la de King, que dice que nosotros, como afroamericanos, somos estadounidenses, y que nuestra historia es la historia de Estados Unidos, y que perfeccionando nuestros derechos perfeccionamos la unión… lo cual es una historia muy optimista a fin de cuentas. No hay equivalente en muchos otros países: esa sensación de que mediante la liberación de los peor situados, la sociedad entera se transforma para mejor. Aún no hemos llegado, pero el viaje continúa”. Estados Unidos no es todavía una sociedad posracial, pero ha curado en buena medida la feroz división, se ha vuelto más café con leche gracias a un profundo cambio demográfico, que puede hacer pensar en una falsa ceguera de color.
 
En la reelección de Obama, por primera vez, la participación de votantes negros excedió a la de los blancos; en solo un año, la mayoría de los niños por debajo de cinco años será de grupos minoritarios y la actual mayoría blanca anglosajona desaparecerá a partir de 2045. Hoy los hispanos ya han superado a los negros como primera minoría. Sin embargo, el paro entre los negros dobla el desempleo entre los blancos; el 40% de los niños negros crece en la pobreza; los afroamericanos son el 13% de la población, pero el 37% de los reclusos y el 50% de las víctimas y culpables de homicidios. El 56% de los negros cree que hay mucha discriminación en EE UU, frente a solo un 16% de los blancos. Todavía hay color.
 
 

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