En los procesos de libre autodeterminación, sean individuales o colectivos, se plantea inexorablemente la cuestión de cuál sea el “sujeto” capacitado para decidir. Al plantearse esta pregunta, se está implícitamente distinguiendo entre quienes están capacitados para tomar una decisión autónoma y todos los demás individuos o grupos que no disponen de tal derecho, por mucho que pudieran estar afectados, a veces de un modo radical, por las opciones que se tomarán. Un ejemplo pueden ser la determinación de quiénes son los “sujetos” libres que pueden decidir autónomamente, sin la interferencia de otros, sobre la elección de un gobernante, sobre la interrupción de un embarazo o sobre el uso de la energía nuclear. Otros quedarán “sujetos” a esas decisiones, pero no serán los “sujetos” que se considera que pueden decidir.
En el caso de los procesos nacionalistas, es obvio que una cuestión decisiva atañe a la determinación de quién es el sujeto que puede decidir sobre la constitución de una nueva nación. La respuesta no es fácil, pues precisamente el nuevo estado, con su nueva definición legal de la ciudadanía, todavía no existe. Algunos sangrientos conflictos del siglo XX fueron determinados por el problema de la delimitación de quiénes son los implicados en una decisión de ese tipo. ¿Debía decidir la isla de Irlanda en bloque sobre su futuro? ¿O debía decidir libremente cada uno de los condados?
¿Cuál de las dos opciones es más justa y más democrática? La actual crisis de Ucrania pone sobre el tapete una pregunta semejante: ¿quiénes deben decidir sobre su permanencia o desmembración, los ucranianos en su conjunto o cada región en particular?
El diálogo, virtud poco peninsular
Aquí no sirve recurrir al ordenamiento jurídico vigente, pues ese ordenamiento es justamente lo que se encuentra cuestionado por una parte significativa de la población. Sin embargo, tampoco podemos contentarnos con la “facticidad” de lo consumado. En ese caso, se impondrá simplemente el más fuerte, sea Putin o el nombre del político que uno quiera poner en su lugar. Frente a la tesis del sofista Trasímaco, quien decía que “lo justo es lo que decide el poderoso”, muchos apelarían a la ética democrática, la cual no sólo piensa en el dictamen de la mayoría, sino en los procesos de diálogo, negociación y consenso.
No son virtudes muy peninsulares. Aquellos parlamentarios catalanes que recientemente reprocharon a “España” la ausencia de cultura democrática desgraciadamente tenían razón. Pero la ausencia de cultura democrática en el “Estado español” no asegura en modo alguno de que ella exista en “Cataluña”, donde el sistema político basado en los partidos, y no en la ciudadanía, fue heredado de una mismísima transición, hasta el punto de mantener, a lo largo de décadas de autonomía, el mismo sistema electoral del estado español.
Ciertamente, no es posible avanzar en “gobierno del pueblo” sin una ética democrática, y sin el cultivo de sus correspondientes virtudes e instituciones. Sin embargo, incluso la ética democrática necesita de una noción de quiénes son los capacitados u obligados a decidir. Si democracia es etimológicamente “poder del pueblo”, ¿cuál es ese pueblo que puede funcionar como sujeto de poder? Filosóficamente, estamos yendo de la ética a la ontología, pues una ética democrática tiene que determinar cuál el sujeto (el “pueblo”) que puede decidir. Y esto exige una idea de qué es una sociedad, cómo se constituye y cuáles son sus límites.
Historia de intolerancia y horror
El pensamiento socio-político del siglo XX se enfrentó a la cuestión de la “de-finición” (“de-limitación”) de la sociedad atendiendo especialmente a aquellos elementos comunes en los que participa un número de individuos que, precisamente por participar en ellos, pueden ser identificados como miembros de ese grupo. Aquí se pensaba en elementos homogéneos, “idénticos”, que proporcionarían la “identidad” a un grupo. Muchos teóricos hasta hoy pensaron el “sistema social” como una totalidad definida por tales elementos comunes.
Pensemos, por ejemplo, en las presuntas identidades formadas por ciertos rasgos “raciales” (todavía importantes para algunos), por una religión (como las que sirvieron para dibujar las viejas fronteras europeas) o por una lengua (como las que dieron lugar a las revisiones de las fronteras europeas desde el siglo XIX). Estos elementos homogéneos (u otros que se podrían pensar) proporcionarían la “identidad” necesaria para la comprensión mutua entre los miembros de un grupo y para formar entre ellos el sentido de un “nosotros”, que les capacitaría para ser una sociedad y un legítimo sujeto de decisión.
No es necesario insistir en la dificultad de las identidades basadas en la raza o en la religión, con su historia de intolerancia y horror. Pero tampoco la lengua común está libre de dificultades. ¿No hay aquí también un factor de desigualdad, discriminación e incluso intolerancia? ¿Qué sucede con las lenguas coloniales, extendidas por continentes enteros? ¿Qué hacer con fenómenos como el bilingüismo? ¿Son realmente las lenguas el factor determinante para definir la unidad del “sistema social”? ¿Y qué sucede cuando en las sociedades contemporáneas el “sistema social” comienza a diferenciarse en una multitud de subsistemas?
¿Es la comunidad lingüística la que los unifica? En realidad, como observaba Niklas Luhmann, ya no existe ninguna parte del mundo donde lo que allí sucede nos resulte completamente incomprensible. La información circula globalmente. Para muchos contemporáneos resulta posible lograr niveles significativos de comprensión recíproca en casi cualquier lugar del planeta, incluso cuando las “lenguas maternas” sean distintas.
Repensar la sociedad
Podría uno preguntarse si ese modo clásico de definir la sociedad a partir de un elemento homogéneo y proveedor de identidad es el único o el más adecuado. Aquí es menester tener en cuenta dos hechos que nos obligan a repensar nuestras ideas habituales de lo que sea una “sociedad”.
- Por una parte, los estudios recientes (Michael Tomasello, etc.) sobre las diferencias entre la especie humana y los (otros) primates superiores muestran que el ser humano tiene unas capacidades extraordinarias para la colaboración. Mientras que los primates funcionan en modo “yo”, incluso en actividades colectivas, el ser humano puede considerar las situaciones grupales “a vista de pájaro”, poniéndose en la perspectiva de los demás, dando lugar a lo que John Searle llama “intenciones colectivas”. Dicho en otros términos: el ser humano puede funcionar en modo “nosotros”, y esto es precisamente lo que posibilita el desarrollo único de las instituciones humanas, incluyendo una institución como el lenguaje. Y es que estas capacidades, que posibilitan tales instituciones, comienzan a aparecer en cada individuo humano antes que el lenguaje. Así, por ejemplo, y a diferencia de todos los primates, el ser humano puede a los pocos meses de edad usar la función deíctica (señalar con el índice) no sólo para solicitar algo, sino simplemente para compartir información de interés común, o de interés exclusivo para otro ser humano. Que estas habilidades comiencen a aparecer tan pronto nos muestra que el lenguaje no es la clave principal y única de nuestra sociabilidad, de modo que estamos capacitados ab initio para relaciones sociales significativas más allá del uso compartido de una lengua.
- Por otra parte, las ideas tradicionales del vínculo social, basadas en la existencia de elementos culturales compartidos, olvidan un elemento esencial de las relaciones sociales, que ya conocieron los filósofos griegos. Decía Aristóteles en la Política que la sociedad “no se funda en lo igual, sino en lo distinto”. En términos más contemporáneos, podríamos hablar de “estructura”. Para que exista una estructura no se requiere en modo alguno que todos los elementos que la integran sean idénticos. Al contrario: las estructuras están formadas por elementos distintos, como se puede observar en cualquier estructura química o biológica. Eso sí: estos elementos distintos estarán constitutivamente vinculados entre sí, hasta el punto de que cada elemento es lo que es precisamente porque está en unidad con los demás. En una sociedad, lo que se estructuran no son simplemente las ideas, sino más bien las acciones. Las acciones que realizan unos miembros de la sociedad están en función de las acciones de otros miembros de la misma. Pero estas acciones pueden ser distintas, como es distinta la “identidad” de cada individuo. Y eso sucede sin el uso de la misma lengua. Las acciones de una campesina guatemalteca que recolecta café están en función de otras muchas acciones, incluyendo las de quienes en las bolsas internacionales fijan los precios de ese producto. Y para esto no se necesita que la primera hable inglés ni los segundos dominen la lengua quiché. Y, sin embargo, sus acciones se encuentran en una relación estructural, por más que esta relación social no sea siempre consciente.
En esta perspectiva, tendríamos que constatar, como ya hacía Zubiri hace muchos años, que la sociedad humana actual es una y única. La globalización no es una mera condición de las actividades comerciales contemporáneas, sino una auténtica configuración planetaria de las relaciones sociales. Y esto tiene importantes consecuencias para nuestro problema.
Tres efectos relevantes
En primer lugar, la consideración de cualquier grupo humano como un “sujeto” es altamente problemática. Por una parte, toda comunidad basada en la participación en rasgos presuntamente homogéneos está actualmente transida por vínculos estructurales planetarios que relativizan cualquier mitología de lo autónomo. Por otra parte, la sociedad planetaria, aunque no carece de instituciones que la gobiernen, está desprovista de estructuras auténticamente democráticas, y sus miembros apenas son conscientes de la existencia de responsabilidades económicas, sociales y ecológicas que son estrictamente colectivas.
En segundo lugar, parecería entonces que lo auténticamente importante, desde el punto de vista de una ética democrática, sería precisamente dotar progresivamente a la sociedad real, que es planetaria, de estructuras que puedan representar los intereses de toda la humanidad, sin las cuales nuestra propia supervivencia como especie estaría seriamente amenazada.
En tercer lugar, esto nos permite otra perspectiva ética sobre los procesos nacionalistas en todo el mundo. Si el resultado previsible de tales procesos fuera un aumento de la democracia local en ciertas comunidades (algo poco verosímil en el caso de los nacionalismos peninsulares y en el caso de lo que quede de España), ¿significarán estos procesos “también” un aumento de la democracia a escala planetaria o una disminución de la misma?
Aquí es importante poder contemplar con ojos críticos la propia realidad. Somos bastante conscientes de los oscuros intereses que actúan detrás de los nacionalismos y centralismos en otras latitudes, pero frecuentemente no vemos esos mismos intereses actuar en nuestro propio caso. ¿No actúan los mitos nacionales, centrales o periféricos, como encubridores de las verdaderas relaciones sociales en un mundo en el que las crecientes diferencias de poder amenazan cualquier auténtica democracia, local o planetaria? Solamente una tal conciencia crítica permite una esperanza fundada, que no deje en palabras huecas aquella frase de García Márquez: “Yo creo que todavía no es demasiado tarde para construir una utopía que nos permita compartir la tierra”.
Antonio Gonzáles 04.05.2014
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