¿Puede este término, que fue un insulto y está históricamente ligado a la subversión, servir como paraguas para todas las identidades LGTBIQ+?
Un panfleto circuló de mano en mano en la manifestación del Orgullo de Nueva York de 1990. Rezaba: “Cuando muchas lesbianas y homosexuales nos despertamos por la mañana, nos sentimos enfadadxs yasqueadxs, no gay[alegre, en uno de los significados de la palabra en inglés]. Así que elegimos llamarnos queer. Es una forma de recordarnos a nosotros mismos cómo nos percibe el resto del mundo. Es una forma de decirnos que no tenemos por qué ser personas ingeniosas y encantadoras que llevan vidas discretas y marginadas en el mundo heterosexual”. Queer Nation, una organización que luchaba contra la homofobia y la pandemia del VIH, firmaba el manifiesto, que ha pasado a la historia como una de las primeras reivindicaciones de la palabra queer.
El recorrido de queer hasta aquella explosión de orgullo y reivindicación fue largo: en el siglo XVI, en inglés el término significaba raro, peculiar, extraño, y se vinculó al ámbito sexual desde el siglo XIX, principalmente referido a hombres. Uno de los primeros documentos al respecto es una carta del marqués de Queensberry, John Douglas, en 1894, en la que usó queer con tono peyorativo para insultar a los homosexuales tras descubrir que su hijo tenía una relación con Oscar Wilde —el escritor acabó investigado y condenado por “conducta inmoral”, y tuvo que exiliarse a Francia—. Desde entonces se utilizó como insulto homófobo. No fue hasta las últimas décadas del siglo XX cuando el término empezó a ser reivindicado, entre otros, por Queer Nation, y cruzó fronteras más allá del mundo anglosajón. Aquel panfleto de 1990 continuaba: “Cuando se usa con otros gais y lesbianas, [queer] es una forma de proponer que cerremos filas, y que olvidemos (temporalmente) nuestras diferencias individuales porque nos enfrentamos a un enemigo común más insidioso. QUEER puede ser una palabra dura, pero también es un arma astuta e irónica que podemos robar del homófobo y usar contra él”.
Desde entonces, la teoría queer ha tratado de explicar qué es queer (en español, a veces escrito kuir o cuir), quién, cómo, o por qué se usa y a qué se refiere. El debate sigue abierto, porque el término se caracteriza por su fluidez y escapa las etiquetas. La pensadora Eve Kosofsky Sedgwick lo definió en los noventa como “una red abierta de posibilidades, lapsos, solapamientos, ausencias y excesos de significado cuando los elementos que constituyen el género o la sexualidad no son (o no pueden ser) forzados a un significado monolítico”. Refiriéndose solo al aspecto sexual, la antropóloga cultural Gayle Rubin retrató la división entre sociedad respetable y los otros con un diagrama (el “círculo mágico”, lo llamó) que sitúa en el centro las prácticas aceptadas (heterosexuales, monógamas…) y fuera las homosexuales, las promiscuas, las marginadas… eminentemente queer.
'Queer' es un arma astuta e irónica que podemos robar del homófoboy usar contra él
MANIFIESTO DE QUEER NATION (1990)
Pero el término engloba mucho más. Eleri Anona Watson, fundadora del Queer Studies Network (red de estudios queer) de la Universidad de Oxford, añade al teléfono: “Lo queer, para mí, no es definible en absoluto. Es un término indomable, radical, cambia con el tiempo y nadie se lo puede apropiar, desde el punto de vista filosófico y práctico. Ahí es precisamente donde reside su poder”.
Así que el viejo insulto ha mutado y se ha propagado sin parar en el último siglo y medio, y hoy su uso es común en el mundo académico y entre jóvenes. Los departamentos de estudios queer se multiplican en las universidades y, en los medios, actrices, músicos y otros famosos salen del armario definiéndose no como homosexuales, sino como queer, y explicando que se sienten más cómodos con una definición fluida de su sexualidad. ¿Podría seguir creciendo el concepto hasta servir como paraguas para todas las identidades no heteronormativas? En un ensayo de la revista The Atlantic el pasado febrero, el periodista Jonathan Rauch defendía que la letra Q (de queer) engloba “todas” las minorías sexuales, mientras que LGTBIQ+ (lesbianas, gais, transexuales, bisexuales, intersexuales y queer) acaba inevitablemente excluyendo a algún colectivo y, además, resulta confusa.
No todos están de acuerdo. Hay voces contrarias a usar queer como etiqueta estándar: subrayan que las siglas, aunque no representen literalmente cada una de las identidades de género y orientaciones sexuales, sí lo pretenden, y de ahí que a menudo al final de la secuencia de letras se incluya un “+”.
Además, quienes rechazan acabar con las siglas apuntan que el concepto queer está umbilicalmente unido a una subversión política. “Suelo decir que queer se refiere a no heterosexuales a quienes les pone el anticapitalismo. No lo digo totalmente en serio, pero tampoco totalmente en broma”, comenta Florence Ashley, activista trans y académica en la Universidad McGill de Montreal. Lo queer, subraya Ashley, tiene que ver con el rechazo a las “políticas de lo respetable” enraizadas en el capitalismo neoliberal. “El movimiento gay de masas dice que merecemos ser aceptados porque somos iguales, excepto en que nos acostamos con otro tipo de personas. Pero el movimiento queer sostiene que debemos ser aceptadas porque somos humanas y porque tenemos razón: el sistema es injusto”. Ella cree que el uso único de queer no ayudaría a diferenciar entre orientación sexual e identidad de género —algo que ya demasiada gente no hace— e invisibiliza todavía más a la comunidad trans. “Hemos luchado tanto porque esa letra T se uniera a las otras siglas, ¿y ahora vamos a ser ignoradas porque algunos piensen que LGTBIQ+ es demasiado largo?”
Efectivamente, lo queer es esencialmente radical, coinciden distintos activistas y académicos, y definirse como tal y ser a la vez políticamente conservador, o misógino, o transfóbico… es, simplemente, contradictorio. Lo queer “es un movimiento de disidentes de género y sexuales que resisten frente a las normas que impone la sociedad heterosexual dominante, atento a los procesos de normalización y de exclusión internos a la cultura gay: marginalización de las bolleras, de los cuerpos transexuales y transgénero, de los inmigrantes, de los trabajadores y trabajadoras sexuales…”, escribió el filósofo Paul B. Preciado, autor de Un apartamento en Urano (Anagrama).
También hay quien teme que, dejando de usar las siglas LGTBIQ, se borren luchas que deben ser reconocidas. Hay identidades (mujer o bisexual, por ejemplo) que aglutinan a las personas para pelear por sus derechos, señala Begoña Martínez-Pagán, profesora de Literatura Feminista y LGTBIQ+ en la Universidad de Murcia. “Son categorías inventadas, líneas en la arena, pero que sean artificiales no implica que la gente no tenga derecho a reivindicarlas si sienten que les otorga poder. La diferencia está en si alguien te asigna una categoría desde fuera para señalarte como otro”.
En los países anglófonos una parte de la comunidad gay —aquellos que fueron peyorativamente señalados e insultados como queer— siente que esta palabra todavía les duele y desconcierta. “Categóricamente gay”, declaraba el titular de un artículo de Slate en el que el periodista Jim Farber, que salió del armario en los setenta, admitía estar perdido en esta era de fluidez. Farber se pregunta: si casi cualquier persona progresista puede encontrar la manera de identificarse como queer, ¿qué significa la palabra exactamente? “Me suena a algo que borrará la historia homosexual —mi historia— ahogándola en inclusividad para ampliar su alcance”, reflexiona. “Quizá este sea un factor inevitable del progreso. Al fin y al cabo, cualquier movimiento acaba siendo irrelevante si tiene éxito”.
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