Óscar del Pozo / AFP
Sigue habiendo una diferencia enorme por nacer en el lado acertado del hemisferio
Nos han cambiado la agenda. Tras casi un año desde que la Covid-19 entró en nuestras vidas seguimos todavía pendientes de saber cómo saldremos. Durante este tiempo, muchas certidumbres –al menos en los países occidentales– se han desmoronado. El concepto de seguridad común ha mutado como un virus, y ahora la nuestra depende mucho más de la respuesta a los problemas de salud que de ejércitos capaces de defender un territorio en caso de conflicto. La nómina de amenazas globales ha cambiado sin estar preparados para hacerles frente. El error sería pensar que es solo un cambio transitorio, que todo pasará y volverá a su cauce normal. La evidencia es que los estados y las organizaciones creadas para afrontar los retos colectivos no contaban con esta emergencia. El legado del virus apunta así al final de un mundo antiguo.
La crisis de la Covid-19 fue llegando a fuego lento. Sabíamos que podía suceder, había signos claros, mensajes no acabados de leer. Bill Gates, el mayor filántropo, que dejó la presidencia de Microsoft para crear la principal fundación dedicada a la salud global, pronosticaba una crisis mundial justo después de la epidemia del ébola en África en el 2014. La onda de aquella epidemia traspasó ocasionalmente las fronteras, pero el virus no tuvo fuerza para arraigar en países con sistemas de salud estructurados y buenas condiciones de vida. Era un aviso de que algo más serio podía llegar. No fue una voz en el desierto, sino el organismo independiente de vigilancia global de emergencias –creado con el impulso del Banco Mundial y la Organización Mundial de la Salud (OMS)– quien publicó, en septiembre del 2019, mucho antes de que el virus apareciera en Wuhan, un informe (1) que consideraba previsible y probable el riesgo de que una pandemia respiratoria de alto impacto por virus se llevara la vida de millones de personas y hundiera un 5% la economía global. ¿Por qué no empezamos entonces a preparar la emergencia que ya muchos daban por segura? Tal vez la primera de las lecciones que podemos extraer de esta crisis es que no hay modelos matemáticos ni predicciones que puedan convencer a una sociedad sin evidencia directa. Nadie se daba por amenazado hasta que no le alcanzaban sus efectos. Ni la población ni como consecuencia los responsables en la toma de decisiones políticas sintieron la gravedad, y no se tomaron medidas más adecuadas. Medidas por otra parte que en las democracias occidentales jamás se habrían pensado posibles en tiempo de paz.
Tal vez la primera de las lecciones que podemos extraer de esta crisis es que no hay modelos matemáticos ni predicciones que puedan convencer a una sociedad sin evidencia directa
Como el fuego del volcán, todas las crisis, por lentas que se presenten, acaban teniendo manifestaciones abruptas. Por mencionar solo otro de los grandes retos globales que avisan sin que tomemos las medidas necesarias, el cambio climático, una gran amenaza anunciada, no tardará en tener consecuencias, si es que esta pandemia, como ya apuntan muchos científicos, no tiene también alguna relación ¿Estamos preparados? A diferencia de lo que ha ocurrido con la Covid-19 todavía estamos a tiempo. Pero para ello debemos al menos entender y analizar los tres grandes fracasos que nos han traído hasta aquí y aprender de ellos: la crisis de la salud global, la debilidad de los mecanismos internacionales de decisión y la percepción errónea de las amenazas reales.
Una visión global de la salud
Si consideramos la Covid-19 como la mayor crisis que ha vivido nuestra generación, tal vez no haya mejor ocasión para replantear la salud pública del planeta como la principal estrategia mundial de seguridad. Mientras aumentan las voces para desglobalizar y volver al interior de las fronteras, lo que ha dejado la epidemia es la certeza de que no se puede estar seguro en un país mientras no se esté seguro en todos. Mantener economías modernas, movilidad para garantizar el intercambio, la libre circulación de bienes en mercados abiertos y la de personas, requiere hacer frente a los peores efectos del virus colectivamente. El concepto de salud global es ahora mismo la estrategia prioritaria –quizá la única– para hacerlo posible. Ya no por una cuestión ética o de solidaridad con los más vulnerables, ni como una mera trasferencia de recursos entre los países ricos del norte y los pobres del sur. Es hora de hacer frente a un nuevo concepto colectivo de la salud como principio de seguridad compartida a uno y otro lado del planeta. La mirada hacia adentro de las principales potencias mundiales se demostrará como un fracaso en la respuesta a la Covid-19, pero con visiones ultranacionalistas. No sería sorprendente que la financiación para hacer frente a la salud global, principalmente para enfermedades que afectan a los más vulnerables y marginados de los países en desarrollo, disminuya aun más. Su efecto sería catastrófico.
Es el momento de ponerla de nuevo en el centro del debate. La salud global ha vivido desde inicios del siglo XXI una época dorada. Se han multiplicado los recursos, la filantropía ha entrado a gran escala, ha logrado transformarse y pasar de ser una ayuda asistencial a buscar la innovación en toda la cadena, desde el desarrollo de nuevos protocolos a la búsqueda de mecanismos financieros innovadores como el Fondo Mundial para el Sida, Malaria y Tuberculosis o la Alianza para la Vacunación (GAVI), que han llevado tratamientos y vacunas indispensables, apoyando a los sistemas de salud en los países donde son más frágiles. Su impacto ha sido enorme. Por un lado, la calidad y la esperanza de vida han seguido mejorando. No solo en Occidente, en todo el mundo. Según el informe del 2020 de la carga global de enfermedades (2) que elabora la revista The Lancet, desde el inicio del milenio la esperanza de vida ha aumentado en 202 de los 204 países registrados. No solo vivimos más, también vivimos mejor. Durante ese mismo periodo la mortalidad infantil en menores de 5 años se ha reducido a la mitad entre el 2000 y el 2019 pasando de 10 millones de muertes prematuras anuales a los 5 millones actuales.
Sin embargo, todavía queda mucho por hacer. Si en Occidente la mortalidad infantil alcanza cifras marginales cercanas a un 0%, en los países de renta baja y media-baja sigue estando muy por encima. Sigue habiendo una diferencia enorme por nacer en el lado acertado del hemisferio. Desde que en el año 1979 se erradicó la viruela, la carrera por acabar con todas las enfermedades infecciosas dejó el mundo dividido en dos partes: a un lado los países con recursos donde no había epidemias, al otro el resto, donde la gente muere por enfermedades infecciosas perfectamente tratables. La salud global era una estrategia de contención, un dique con el que mitigar los daños desde una mirada humanitaria. Un error en la visión que ahora se ha demostrado insuficiente está en la base del fracaso frente a la pandemia actual.
La ilusión por erradicar enfermedades apenas duró una década, la irrupción del VIH primero, y posteriormente epidemias como el SARS, la gripe aviar o el ébola, fueron el anuncio de que el muro económico tal vez no fuera suficiente para garantizar la seguridad a este otro lado. Lejos de erradicarlas, las infecciones por virus se han ido reproduciendo con una frecuencia cada vez más corta. Es tarde para pensar que deberíamos haber actuado de otra manera frente a la Covid-19, tampoco lo hubiéramos hecho, porque esas predicciones basadas en algoritmos y secuencias matemáticas no cambian conductas. Nadie hubiera aceptado el confinamiento de no estar seguros que el virus le afectaría en persona y que sería capaz de atacar a nuestros vecinos, a nuestros abuelos o a nosotros mismos. Ajustando el retrovisor, cuando la crisis está aún lejos de ser solventada, nos podemos seguir planteando la misma cuestión que hace solo un año nadie hubiera puesto en duda: ¿estamos seguros de poder hacer frente a una emergencia de salud pública?
La salud pública proyectada para todo el mundo seguirá fracasando si no hace frente al aumento de factores de riesgo colectivos
Es importante que entendamos que esta crisis ni es la única, ni desgraciadamente tampoco la última que vivirá nuestra generación. El primer paso en el largo camino que nos conduzca a un nuevo escenario debe superar esta visión estrecha, que entiende la salud global como una continuidad de la medicina tropical, aquella en la que básicamente se invertía para evitar los peores efectos de las enfermedades infecciosas entre los colonos desplazados a países remotos y que luego sirvió en la descolonización para aplacar conciencias apelando a la caridad. Ese ya no es el mundo que vivimos, en la nueva era global. La salud pública proyectada para todo el mundo seguirá fracasando si no hace frente al aumento de factores de riesgo colectivos. Hay que dejar de concebirla como un apoyo a los más vulnerables para convertirla en la principal estrategia de seguridad mundial compartida. Para eso hay que trabajar en un sistema multilateral diferente, más inclusivo, y al mismo tiempo también más orientado a conseguir impacto. Harán falta más recursos, pero más que un nuevo gasto hay que considerarlo una inversión, la más adecuada para evitar un nuevo hundimiento de la economía mundial.
Las decisiones globales
El fracaso de la gobernanza global, incapaz de hacer frente a los nuevos riesgos de seguridad que nos acechan, ha sido tan evidente que cuando se abra la puerta no veremos un mundo nuevo. A pesar de ello, no se puede perder tiempo para empezar a construirlo. No será inmediato, habrá que ir tejiendo alianzas. Harán falta líderes capaces de intuir la fragmentación y dispersión del poder, tanto como la nómina de asuntos para los que su capacidad de acción está limitada. Un tipo de perfil que hoy asoma poco por el horizonte. En contraste, a fuerza de golpes, la sociedad que salga de esta crisis será más consciente de afrontar cambios en profundidad en nuestra manera de gestionar los recursos globales, en el consumo, en la huella climática, en el medio ambiente, en los movimientos de población y en la definición de bienes públicos globales, como la sanidad, las vacunas o el oxígeno que respiramos. Todos ellos están en la base de una visión compartida para hacer frente a los retos de la salud global. Pero para eso hará falta una nueva arquitectura.
Tenemos el precedente de la Segunda Guerra Mundial. El mundo que consiguió sobrevivirla se conjuró para construir mecanismos capaces de frenar intereses económicos o expansivos que propiciaran una nueva guerra global. Ahora no ha sido la ambición económica o expansiva la que ha traído la inseguridad, sino una epidemia la que ha hundido la economía, poniendo en riesgo la seguridad en todo el planeta. Seguridad en términos de vidas perdidas, pero también de quiebras y bancarrotas, extendiendo la pobreza no solo entre países, también en el interior de los países con las economías más avanzadas, aumentando la brecha social, con consecuencias todavía por comprobar. Los mecanismos multilaterales que se crearon entonces para la colaboración y el control del riesgo, como los acuerdos de Bretton Woods, la ONU, el Banco Mundial o la Unión Europea o los de defensa como la OTAN han hecho posible una globalización fundamentalmente económica, favoreciendo las democracias liberales y los derechos humanos, creando espacios de control de daños y disuasión, especialmente en lo que hace referencia a conflictos o terrorismo. Ahora sabemos que ya no puede ser solo eso, porque un virus microscópico es capaz de hundir la economía y descomponer en piezas el puzzle global. Como entonces, hace falta un pacto entre países para crear nuevos mecanismos de acción internacional porque las instituciones que se crearon hace casi un siglo no son las que pueden dar mejor respuesta a los principales retos que hoy ponen a riesgo la seguridad de todos.
La diplomacia de la salud es difícil, y la Covid-19 ha puesto de manifiesto la inconsistencia de la comunidad internacional
La Organización Mundial de la Salud (OMS) es un buen ejemplo de esos mecanismos creados para dar respuesta conjunta que se han visto superados. Una organización preparada técnicamente, pero que obedece a un equilibrio de poderes que depende exclusivamente de los estados, y ahí es donde empieza su declive. A medida que el nuevo virus empezó a circular, la OMS intentó recoger una información que el propio Gobierno chino le negaba. La diplomacia de la salud es difícil, y la Covid-19 ha puesto de manifiesto la inconsistencia de la comunidad internacional. La OMS debería llenar ese espacio, pero no deja de ser una organización que responde a 194 estados y más concretamente a la voluntad de sus gobiernos. No puede imponer sanciones a los ministerios de salud, ni forzar a recabar la información que no le quieren dar. De hecho, lo único que puede hacer es poner de manifiesto debilidades de los sistemas de los países, pero por la misma razón de que depende solo de ellos no suele ponerlos en evidencia por si se le vuelven en contra, y mucho menos a los países que ostentan mayor poder. El anuncio de Donald Trump de retirada de Estados Unidos de la OMS, junto con los recursos que aporta, es un claro ejemplo de los límites de poder e independencia de las agencias del sistema de la ONU.
Llevamos más de una década oyendo cantos de sirena sobre la reforma de la ONU, incluidas sus agencias, como la OMS, que son un entramado de organizaciones internacionales cuyas costuras ya parecen demasiado estrechas para el mundo actual y tal vez acaben rompiéndose con lo que viene. No ha habido coordinación, cada país ha tomado sus medidas sin tener en cuenta las de al lado, una respuesta segmentada que solo ha logrado que el virus sea más fuerte y más largo su viaje, destapando una realidad mucho más cruda: más que reformar el sistema es necesario pensar otro capaz de garantizar la seguridad global. El que tenemos no sirve, y la agenda ha cambiado.
En el ámbito de la salud ya ha habido propuestas como la del ex primer ministro británico Gordon Brown (3), que apuntan a una organización con capacidad de regular, con poder para imponer soluciones a los ministerios de salud de cualquier país. No parece fácil, pero apuntando a una dirección tenemos idea de hacia donde dar los próximos pasos. Para empezar, habría que definir si el nuevo multilateralismo es solo una cuestión de estados, o como ya ocurre con la nuevas organizaciones de salud global nacidas con el milenio, sus mecanismos de decisión combinan poderes públicos con expertos, intereses privados y representantes de la sociedad civil. En un momento en que las principales potencias han renunciado al multilateralismo para poner los intereses nacionales por delante de todo, empezando por Estados Unidos, el momento no parece el más adecuado. El país que abrió el multilateralismo hoy se muestra más agresivo y unilateralista que nunca. Pero lo que enseña este coronavirus es que incluso los gobiernos más nacionalistas acabarán entendiendo que no es suficiente con parar el virus en su país, porque solo se frenará la epidemia cuando se pare en todos.
El caso de la vacuna de la Covid-19 es un buen ejemplo de como se pueden construir plataformas de decisión global alternativas no contando necesariamente con el acuerdo de todos los gobiernos. Los estados son necesarios, pero ya no están solos en la mesa. Nunca antes la ciencia había destinado tantos recursos a conseguir el antígeno que impida que el virus siga circulando libremente. Sin embargo, y aunque se esperen una o varias vacunas a lo largo del 2021, la capacidad de producción, el primer año, solo alcanzaría a entre un 20% y un 30% de la población mundial. La vacuna es la llave para recuperar la economía global. Podemos empezar a salir de la crisis durante el 2022 a condición de que esa vacuna o vacunas salgan, que se puedan producir a gran escala y que su distribución sea equitativa para todos los países. La tentación nacionalista de las economías más avanzadas de obtener dosis para toda su población, con la contrapartida de que el resto de países se queden sin, será una nueva garantía de fracaso. Puede que las vacunas tengan una eficacia similar a las de la gripe –entre un 40 y 60%–, lo que significa que aun vacunando a toda una comunidad, la mitad seguiría sin estar protegida. Si España vacuna a toda su población, pero los países del norte de África o de Latinoamérica apenas tienen dosis, habrá que seguir cerrando fronteras. Con esta filosofía se ha creado la plataforma internacional COVAX, cuyo objetivo es garantizar que todos los países del mundo tengan dosis para vacunar a un 20% de su población durante la fase aguda de la epidemia, de manera que todos vayan bajando su curva de contagios en paralelo. En este nuevo mecanismo global se sientan los representantes de los gobiernos de economías de renta baja, media y alta, junto con la industria, los productores, representantes de agencias de la ONU implicadas, expertos, centros de investigación, filantropía y representantes de la sociedad civil. El objetivo es conseguir esas tres premisas imprescindibles: que la vacuna exista, que sea asequible y que se distribuya en todo el mundo. Si se consigue, tal vez sea un buen primer paso hacia el nuevo multilateralismo.
Las amenazas globales
Estamos muy lejos de vislumbrar la posibilidad de un gobierno global que se encargue de todo, pero necesitamos avanzar, porque cuando salgamos de esta, a pesar de las derivas nacionalistas, emerge una nueva lista de amenazas no menores, para las que o no se está trabajando o se hace de forma tan retraída que cuando lleguen sus peores efectos nos sorprenderán de nuevo de manera abrupta. El abanico de riesgos para la seguridad humana en términos de salud no es exclusivo de la medicina, ni de los sistemas de salud.
Cuando se destruye el equilibrio ecológico, aumenta el contacto entre los humanos y los reservorios animales potenciales transmisores de enfermedades
Como la Covid-19, entre los grandes retos globales que avisan sin que tomemos las medidas necesarias, el cambio climático es otra gran amenaza anunciada, que no tardará en tener manifestaciones abruptas y consecuencias graves sobre la salud de las personas. Según el informe del 2018 del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) (4), sobre el aumento de temperatura del planeta, el tiempo corre exponencialmente, y lo que hasta hace poco parecía una necesidad a medio plazo se ha convertido ya en urgencia. Hay que frenar el calentamiento y dejarlo como máximo a 1,5 grados por encima de los niveles preindustriales –actualmente ya hemos rebasado un grado de media–. No sobrepasar esa frontera requiere, según este consorcio de científicos, una transición rápida y de largo alcance que abarque aspectos como el uso de la tierra, la energía, la producción industrial, el transporte, los edificios y las ciudades. En definitiva, más que un cambio de comportamientos, una revolución que afecta prácticamente a todo lo que nos rodea y que requiere de grandes compromisos internacionales.
Y como el cambio climático otras tantas cuestiones. Tomemos como ejemplo la deforestación. Cuando se destruye el equilibrio ecológico, aumenta el contacto entre los humanos y los reservorios animales potenciales transmisores de enfermedades. Tiene mucha relación con las últimas crisis epidémicas, incluida la Covid-19. Con el ébola o el sida, hay evidencia de que el contagio humano se generó a partir de la proximidad y el contacto con animales salvajes infectados cuyas colonias se acercan a la población como consecuencia de la deforestación. Los sistemas de salud sirven para paliar las consecuencias y tratar una parte del problema, pero sin afrontar los cambios en los ecosistemas que las generan es difícil encontrar soluciones efectivas.
Desconocemos qué otras epidemias pueden surgir en el futuro, pero la evidencia de su relación con la degradación medioambiental es cada vez mayor. La salud planetaria es, en este sentido, una nueva estrategia para expandir el estudio de las causas y encontrar nuevos mecanismos de control vinculados a las principales enfermedades que afectan a la población humana, más allá de la medicina y con un cambio de escala. Para quienes confíen en la ciencia, hay suficiente evidencia que nos habla de otras crisis a las que nos dirigimos y del impacto que tendrán en nuestras vidas. ¿Hasta qué punto podremos mantenernos sanos en un planeta enfermo? Para aquellos que todavía lo intuyan lejano tal vez les baste comprobar cómo las enfermedades que hoy quitan más años de vida tienen mucho más que ver con factores medioambientales, como la contaminación, desde el cáncer a los accidentes cardiovasculares, que con las que mataban hace solo un siglo. El virus ha dejado entrever que no somos inmunes, ni siquiera a este lado del mundo. Su legado debería servir para avanzar en una geografía del bienestar y seguridad humana que tenga en cuenta la salud de todos al mismo tiempo.