Un bolso de la firma de moda Balenciaga. (EFE/Felipe Trueba)
Jugando siempre al escándalo, el último se ha vuelto en su contra, la marca de lujo ha sabido representar el nuevo canon estético del lujo en el siglo XXI
La firma de moda española Balenciaga —de propiedad, eso sí, francesa— se ha visto envuelta las últimas semana en una polémica peliaguda. La marca ha tenido que retirar su última campaña de la colección de bolsos primavera/verano 2023 por supuesta apología de la pedofilia. Los bolsos, muy en la línea de Balenciaga en los últimos años, son una serie de mochilas y carritos en forma de ositos de peluche vestidos con parafernalia fetichista. Una excentricidad como tantas otras si no se hubiera emparejado con una sesión fotográfica con niños. En camas.
El escándalo, que ha roto colaboraciones comerciales y ha comenzado una batalla legal contra la agencia de publicidad responsable, se ha teñido en redes del tono conspiranoico de la derecha alternativa, como ya ocurrió con el Pizzagate en 2016. Ni la derecha ni la izquierda levantaron una ceja hace un par de meses, cuando los bolsos salieron a la luz junto con el resto de ropa y complementos de la temporada, en el desfile de París de la firma. Posiblemente, porque los ositos de peluche sadomaso eran lo de menos y nadie quisiese escandalizarse con lo demás.
La propuesta de Balenciaga, liderada por su director creativo Demna Gvasalia, convertía la pasarela en un estercolero apocalíptico de basura y lodo creado por el artista español Santiago Sierra. Es frecuente que la alta moda busque patrones en el underground para copiar, producir y crecer, pero las ideas tras la colección para el próximo año remiten, irrevocablemente, a la pobreza extrema urbana. La ropa manchada, hecha girones, superpuesta en capas para cubrir lo que cualquiera quisiera cubrirse, causa un efecto muy concreto al ponerse sobre los cuerpos delgados y pálidos de los modelos, que desfilan con la cara desencajada. Por supuesto, estos disfraces de indigencia de lujo están en el rango habitual de precios de la firma.
Sobre la moralidad de las imágenes creadas y comercializadas, no hubo siquiera debate. Quizá la falta de indignación provenga de lo acostumbrada que está la moda contemporánea a cierta autoconciencia que roza la mala fe. Sin ir más lejos, Balenciaga ha vendido bolsas de patatas fritas Lays como carteras de mano y el mismo Gvasalia popularizó merchandising de DHL en su colección de camisetas para Vetements, su propia marca de ropa. Las prendas Vetements, sustituyendo las ideas por la ironía, llevan con frecuencia mensajes como "El dinero no puede hacerme feliz, pero Vetements sí" o "Parad de ser ricos".
Pero ¿por qué una compañía vende como lujo las estéticas callejeras? El streetwear, o el estilo a pie de calle, ha tomado popularidad entre las marcas de moda desde comienzos de milenio. La gente bien de Los Ángeles y Nueva York comenzaron a poner un poco de barrio en sus armarios gracias a la popularización de lo que ha devenido a llamar música urbana. Los nuevos símbolos de estatus pasan por lo prosaico de un chándal o una minifalda vaquera. Tanto es así que las clases medias, las que más han tenido que poner cortapisas morales y estéticas para separarse de clases más bajas, son los grandes abanderados contemporáneos de la popularización de este nuevo lujo.
Por supuesto, las clásicas estéticas de la clase alta siguen vigentes, especialmente entre ciertos ambientes conversadores, pero su permeabilidad como imagen absoluta del privilegio ha cambiado. Este mismo año se han viralizado prendas propias del llamado old money en contraposición a la imaginería del nuevo rico: faldas plisadas, polos, perlas, tweed, trajes de dos piezas, colores claros lisos, maquillaje limpio y poco llamativo. Entre los referentes de esta tendencia en redes están Jackie Kennedy, Grace Kelly y Kate Middleton. Sin embargo, es muy fácil distinguir el grano de la paja en estos casos. Un solo golpe de vista reconoce al joven opusino de buena familia de la adolescente que hace cosplay carca porque se ha puesto temporalmente de moda. Los hijos de lo que queda de cierta acomodación moderada (y los que pretenden serlo) siguen prefiriendo desmarcarse de la generación anterior a través de capuchas, zapatillas y tatuajes.
Tradicionalmente, se han adquirido unos estándares estéticos, muchas veces confundidos con la mera higiene, para transmitir profesionalidad y competencia. En el caso de las mujeres, una vez incorporadas al mercado laboral —que no al trabajo— estos códigos se suman a las imposiciones cosméticas anteriores, que pretendían comunicar virtudes morales. Es bastante evidente que una parte de la población, por demarcaciones socioeconómicas y de género, no tiene que disfrazarse de buena persona y buen trabajador cada vez que ponen un pie fuera de casa; dichas cualidades se les presuponen por su posición. En resumidas cuentas, no tiene que demostrar nada a nadie. De esta forma, no es leído de igual forma el uniforme negro (camiseta, vaqueros, zapatillas) de Mark Zuckerberg que el de un camarero. El chándal de un alto empresario en una reunión de negocios sería inaceptable para un empleado de esa misma compañía, en ese mismo edificio, unas plantas más abajo.
"La cuestión se ha convertido en un tropo en redes para evidenciar la hipocresía de unos prejuicios disfrazados de estándares de calidad"
Este doble rasero, que por supuesto no se limita a lo ornamental, fue expuesto de manera prístina por el usuario de Twitter Ana Samways a través de la pregunta: "¿Qué es considerado vulgar si eres pobre, pero elegante si eres rico?". La cuestión se ha convertido en un tropo en redes para evidenciar la hipocresía de unos prejuicios disfrazados de estándares de calidad. No criar a tus hijos, migrar, deberle dinero al Estado, fracasar, recibir fondos públicos o consumir drogas son algunas de las cosas aceptables con dinero, pero intolerables sin él. El minimalismo de lujo de Silicon Valley y el exceso vistoso de la supuesta calle son la tarjeta de visita de aquellos que no necesitan presentación. Se simula, como en el desfile de Balenciaga, una carísima e inocua pobreza que roba al obrero las prendas de humildad y comodidad que, hasta hace poco, no ha tenido más opción que vestir. Así se performa una especie de transformismo de clase, que al contrario que el de género, ni homenajea ni satiriza, solo aspira y replica. La subversión estética del siglo XXI es, como buena parte de los giros del milenio, un lujo para quien pueda permitírselo.
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25/12/2022 - 05:00
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