viernes, 1 de diciembre de 2023

Muere a los 100 años Henry Kissinger, el monstruo/genio (elija usted) que se volvió mito



Henry Kissinger en 2005. 
(Getty/AFP/DDP/Thomas Lohnes)



El asesor de Seguridad Nacional y secretario de Estado más célebre de la historia moderna de Estados Unidos ha fallecido a los 100 años. El mito que él mismo construyó durará mucho más




Uno de los secretos periodísticos peor escondidos es que todo medio que se precie tiene preparada de antemano una serie de obituarios para aquellas figuras de talla internacional que, sospecha, pronto dejarán de estar entre nosotros. Desde Silvio Berlusconi hasta Jimmy Carter, Noam Chomsky o el papa Francisco, cualquier personalidad ilustre de más de 85 años suele tener su artículo preparado. Hasta hace poco, Isabel II era la reina del Reino Unido y, también, de este conjunto de piezas en la guantera de las redacciones de medio mundo. Con su fallecimiento en septiembre de 2022, un sucesor se había erigido en el nuevo líder global de los no muertos: Henry Kissinger.

En un desafío a los centenares de obituarios a la espera de ser publicados, el asesor de Seguridad Nacional y secretario de Estado más célebre de la historia moderna de Estados Unidos cumplió 100 años el pasado 27 de mayo. Llegó a su centenario en paz, sin problemas de salud conocidos, concediendo frecuentes entrevistas televisivas y con su mujer, Nancy Kissinger, felizmente a su lado. Con ello no solo decepcionaba a periodistas que llevan más de una década actualizando sus textos para una despedida que no llegaba, sino también a un porcentaje nada desdeñable del planeta que continuaba, casi medio siglo después de que abandonara la Casa Blanca, deseando su muerte.


Hoy, quienes ansiaban ver su fin están de enhorabuena. El exsecretario de Estado de EEUU ha fallecido este miércoles en su casa de Connecticut. Su consultora, Kissinger Associates, ha informado de que el entierro será un "servicio familiar privado" y ha agregado que "más adelante" habrá una conmemoración en la ciudad de Nueva York, según un comunicado recogido por CNN. La causa de la muerte no ha sido revelada.

Un obituario no es más que un perfil barnizado con algunas capas de solemnidad. El problema al que uno se enfrenta con Kissinger es que hace tiempo que escribir un perfil suyo se volvió una tarea absurda. Cuando una figura ha sido analizada y observada tantas veces, durante tanto tiempo y desde tantísimos puntos de vista, cualquiera puede jugar al equivalente biográfico de Elige tu propia aventura.

Bastan tres ejemplos de la más de una docena de libros escritos sobre él tan solo durante la última década. ¿Quiere usted leer que Kissinger fue un cínico inmoral, patrocinador de dictadores y directamente responsable de incontables masacres en tres continentes? Lea usted Kissinger’s Shadow, del ganador del premio Pulitzer Greg Grandin. ¿Le gusta a usted ir a la contraria y prefiere verlo como un hombre de Estado obsesionado con hacer lo correcto a cualquier precio? Lea Kissinger, 1923-1968: The Idealist, la biografía autorizada escrita por el catedrático Niall Ferguson. ¿Está usted por encima de los juicios de valor y prefiere centrarse en su teoría política más allá de la moralidad? Lea Henry Kissinger and American Power: A Political Biography, del historiador Thomas Alan Schwartz.

A ellos toca sumarles medio centenar de reportajes periodísticos, entrevistas, artículos académicos y reseñas de los tres libros que a él mismo le había dado tiempo a publicar desde su 90 cumpleaños. Cientos y cientos de horas de lectura tan solo en la última década. Ahora, multiplíquelas por cinco. Los escritos sobre su persona y sus ideas conforman un campo literario tan prolífico en el mundo anglosajón que tiene su propio nombre: Kissingerology.

Kissinger el estatista, el diplomático, el despiadado, el académico, el carnicero, el maestro negociador, el realista, el criminal de guerra, el genio, el monstruo. ¿Cómo llegó un funcionario estadounidense que nunca se presentó a unas elecciones a desatar tal grado de interés, admiración y odio? La respuesta tiene tanto que ver con el periodo de la historia que le tocó navegar —el epicentro de la Guerra Fría y la etapa más activa de la política exterior estadounidense— como con su propia capacidad para presentarse, independientemente del papel que realmente estaba desempeñando, como la figura central de cualquier evento geopolítico.


placeholderHenry Kissinger junto a Xi Jinping. (Getty)
Henry Kissinger junto a Xi Jinping. (Getty)

Cualquiera que haya leído a Kissinger —Diplomacia es un libro fascinante y la obra iniciática por antonomasia en el área de Relaciones Internacionales— habrá podido detectar rápidamente su fijación por los grandes hombres de la historia, depositando toda la responsabilidad de los resultados de la política exterior de un país en los hombros de personalidades como Otto von Bismarck, Klemens von Metternich o Theodore Roosevelt. Su voluntad de quedar inscrito como un integrante más de esta ilustre lista nunca ha sido muy bien disimulada. “Siempre he actuado solo”, aseveró en su entrevista con Oriana Fallaci en 1972, la más famosa de su carrera. “A los estadounidenses les gusta inmensamente. A los estadounidenses les gusta el vaquero que conduce la caravana cabalgando solo en su caballo”, sentenció.

Como señalaba hace años Mario Del Pero, profesor de Relaciones Internacionales de Sciences Po y uno de los cientos de autores que han escrito extensamente sobre él, “le encantaba presentarse (y representarse) a sí mismo como el pensador realista y sensato que podía enseñar a un Estados Unidos ingenuo e hiperidealista cómo comportarse en la arena brutal de la política internacional”. Un relato que fascinó al país, primero, y al mundo, después, devorando a la persona y regurgitándola ya convertida en una figura mitológica en la que depositar la responsabilidad de todos los éxitos, fracasos y horrores de la política exterior estadounidense de los años 70 en adelante.


Del niño al mito

Heinz Alfred Kissinger nació en 1923 en el seno de una familia judía ortodoxa de la pequeña ciudad alemana de Fürth. Su infancia coincidió con el ascenso del nazismo, el cual terminó forzando su exilio, junto a sus padres y su hermano, a Nueva York. Con 15 años, Heinz se convirtió en Henry, trabajando por las mañanas para una compañía de brochas de afeitar y estudiando en la noche para cumplir con el futuro que la familia quería para él: ser un contable.

En 1943, poco más de un año después de la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, el joven Henry fue reclutado. Durante su proceso formativo en el ejército, conoció al principal responsable de que hoy no hablemos sobre Henry Kissinger, ese aburrido y desconocido contable de 100 años. El instructor Fritz Kraemer, también de origen alemán y futuro padre del movimiento neoconservador en la política exterior estadounidense, despertó en él una pasión por las relaciones internacionales que lo acompañaría durante el resto de su vida. “Fritz Kraemer fue la mayor influencia individual de mis años de formación, y su inspiración permaneció conmigo incluso durante los últimos 30 años en los que dejó de hablarme”, indicaría el propio Kissinger en 2003.

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y antes del inicio de la Guerra Fría, Kissinger decidió continuar sus estudios en el campo de la Ciencia Política. Convencido por Kraemer de que solo Harvard era lo suficientemente buena —“Los caballeros no van a la universidad pública”, afirmaba—, el ahora veterano de guerra empezó en este centro educativo a desplegar una de sus principales habilidades: las relaciones públicas. Fundó un seminario en la universidad que atrajo a la élite dentro de la élite —futuros ministros, editores de periódicos y presidentes de bancos— y editó una revista trimestral de asuntos exteriores (Confluence) que utilizó para tejer una red de contactos internacionales.

El libro que hizo de Kissinger una estrella más brillante de lo común en la amplia constelación de académicos estadounidenses de la Guerra Fría fue Armas nucleares y política exterior, escrito en 1957. En su obra, defendía que el Gobierno de Dwight D. Eisenhower (1953-1961) debía estar dispuesto a utilizar armas nucleares en guerras convencionales. De lo contrario, afirmaba, la Unión Soviética se aprovecharía del tabú atómico para campar a sus anchas en la arena internacional sin que Washington tuviera amenazas creíbles para ponerle freno. Una idea que buscaba ser rompedora y que desató el interés general de un público que, al igual que el autor, no tenía manera de saber que no tenía nada de nuevo. Por el contrario, este argumento llevaba años fluyendo —y siendo rechazado— en los despachos de la Casa Blanca.

El libro fue un éxito en ventas y lo convirtió en lo más parecido a una celebridad que un académico puede ser, posición que no dudaría en aprovechar para acercarse a los círculos del poder político estadounidense, seduciendo a demócratas y republicanos por igual. Esto, a pesar de que su tesis principal —la necesidad de desarrollar armas atómicas tácticas más pequeñas para poder librar una guerra nuclear “limitada”— era tan errónea que el propio Kissinger se retractó. Cuatro años después, publicó otra obra titulada La necesidad de elegir, en la que daba un giro de 180 grados y defendía la doctrina de guerra convencional, guardando la opción nuclear como último recurso.


El fango de Vietnam

Kissinger siempre ha asegurado que le bastó con pisar Vietnam por primera vez, en 1965, para entender que Estados Unidos estaba luchando por una causa perdida. Había llegado a Saigón en calidad de asesor por solicitud del embajador en Vietnam del Sur, Henry Cabot Lodge, en una fase todavía temprana de la involucración estadounidense en el conflicto. “Llegué a la conclusión de que no había forma de ganar la guerra de la manera en que se estaba llevando a cabo”, afirmó años más tarde durante una entrevista televisiva. Pese a esta supuesta clarividencia, acabaría convirtiéndose en uno de los responsables de que la guerra se extendiera durante una década —y cientos de miles de muertos— más.

Ríos de tinta han corrido sobre si Kissinger filtró información a la campaña de Richard Nixon para sabotear las negociaciones en París de 1968 con las que el Gobierno demócrata de Lyndon B. Johnson (1963-1969) buscaba alcanzar un acuerdo de paz con Vietnam del Norte antes de concluir su mandato. En un patrón destinado a repetirse, aunque el apellido alemán hallara mucha más resonancia a lo largo de las próximas décadas, había mucho de Nixon y poco de Kissinger en este episodio. El hecho de que el recién electo presidente lo eligiera por sorpresa como asesor de Seguridad Nacional alimentaría las leyendas al respecto hasta nuestros días. Esto, pese a que el diálogo de paz estaba, con casi toda seguridad, destinado al fracaso aquel año por el rechazo de Vietnam del Sur.

Nixon y Kissinger no se llevaban especialmente bien, pero contaban con puntos de vista destinados a encontrarse. Desde su primera reunión, se mostraron de acuerdo sobre la podredumbre e ineficiencia del aparato de la política exterior en Washington y acordaron lanzar una transformación radical. El presidente republicano relegó al departamento de Estado —que consideraba un nido de liberales sin el suficiente fervor anticomunista— a una posición marginal, eligiendo a William Rogers, un abogado que no sabía prácticamente nada sobre asuntos internacionales, para liderarlo. Paralelamente, otorgó al Consejo de Seguridad Nacional, una organización administrativa tradicionalmente secundaria, un papel preeminente en política exterior con Kissinger al frente.

En aquel entonces, dado el hartazgo de la opinión pública estadounidense, abandonar la selva vietnamita era la prioridad absoluta. Una de las principales promesas de campaña de Nixon había sido, precisamente, la de lograr “paz con honor”. Es decir, la misión, imposible para Goliat, de abandonar el conflicto y mantener la reputación intacta cuando todavía tenía entre ceja y ceja la piedra de David. Al igual que el presidente, Kissinger aspiraba a lograr un “intervalo decente” de tiempo entre el acuerdo de paz con los comunistas de Vietnam del Norte y la eventual (e inevitable) victoria de estos sobre Vietnam del Sur. Para conseguir este objetivo, buscó una doble vía: negociaciones secretas e infructuosas con el representante norvietnamita Le Duc Tho y máxima presión militar en las zonas que Hanói utilizaba como base para sus operaciones.

Aunque los ataques estadounidenses contra Camboya y Laos, cuyas porosas fronteras eran utilizadas por el Vietcong para la famosa Ruta Ho Chi Minh, ya habían comenzado durante la Administración de Johnson, Nixon ordenó ampliar los bombardeos a un grado sin precedentes. Una estrategia que fue respaldada por Kissinger y cuyo resultado fue, a todas luces, un fracaso calamitoso. Estados Unidos lanzó más bombas sobre estos dos países que durante toda la Segunda Guerra Mundial, matando a cientos de miles de civiles sin lograr en el proceso objetivos tácticos de significancia.

En el caso de Camboya, la destrucción provocada por los B-52 estadounidenses acabó arrojando a una población enfurecida a los brazos de una insurgencia comunista que, hasta entonces, había disfrutado de relativamente poco apoyo: los Jemeres Rojos. Años más tarde, esta guerrilla tomaría el poder y sería la responsable, en su deseo de la “purificar” la población, del genocidio camboyano, en el que fallecieron entre 1,5 y tres millones de personas. Un legado que impulsó al chef Anthony Bourdain a declarar una de las frases más famosas de la historia sobre Kissinger: “Una vez que haya estado en Camboya, nunca dejará de querer matar a golpes a Henry Kissinger con sus propias manos”.

Sin importar la transformación de su aparato exterior, Nixon y Kissinger demostraron la misma incapacidad de obtener resultados en Vietnam que sus predecesores. El ejemplo más evidente de esta debilidad fue el último episodio estadounidense de la guerra, cuando la Casa Blanca ordenó un órdago final de bombardeos sobre Hanói y Hai Phong con el objetivo de cambiar la posición negociadora de Vietnam del Norte. Más de 20.000 toneladas de explosivos y 1.500 civiles muertos después, Washington volvió a la mesa negociadora en enero de 1973 para aceptar la misma propuesta que los norvietnamitas les habían planteado meses atrás. John Negroponte, por aquel entonces al cargo de la sección de Vietnam del Consejo de Seguridad Nacional de EEUU, resumió el fracaso de la estrategia con ironía: “Los bombardeamos hasta conseguir que aceptaran nuestras concesiones”.


placeholderHenry Kissinger junto a Le Duc Tho en París. (Getty)
Henry Kissinger junto a Le Duc Tho en París. (Getty)

Las garantías de estas negociaciones de paz fueron, como cabría esperar, papel mojado. Dos años después, un intervalo poco decente, Saigon caía en manos del Vietcong y nacía un Vietnam unificado bajo el Gobierno comunista. Pero no sin que antes Kissinger fuera galardonado, junto a Le Duc Tho, con el premio Nobel de la Paz más estrafalario de la historia. El norvietnamita se negó a aceptarlo. El germano-estadounidense no mostró la misma reticencia. Tras la noticia de la caída de Saigón, intentó devolverlo, pero ya era demasiado tarde.


Luces y sombras de la realpolitik


Más allá del desastre sin paliativos de Vietnam y sus países vecinos, la política exterior estadounidense liderada por Kissinger es un paquete mixto en el que a menudo resulta complicado determinar dónde acababa Nixon y dónde empezaba él.

El acercamiento hacia China, por ejemplo, continúa siendo ampliamente considerado como el mayor logro diplomático de su era en la Casa Blanca, pero la mayoría de expertos atribuyen al presidente una responsabilidad casi total sobre este viraje. Lo cierto es que ambos habían llegado a la conclusión de que la ruptura sinosoviética suponía una oportunidad única para Estados Unidos de presionar a Moscú al acercarse a Pekín. También esperaban conseguir que el Gobierno chino ayudara en las negociaciones con los norvietnamitas, algo que nunca ocurrió.

Los canales diplomáticos entre China y Estados Unidos eran casi inexistentes en esa era y ninguna aproximación resultaba sencilla. Por ello, Nixon y Kissinger decidieron recurrir a Pakistán, que era su mayor aliado en la región y mantenía buenas relaciones con el Gobierno chino. La ayuda de Islamabad acabó propiciando el viaje secreto a Pekín del asesor de Seguridad Nacional en 1971, precursor del que realizaría el propio presidente estadounidense un año después, sorprendiendo al mundo entero.

Pero la normalización de relaciones con China, fruto del histórico apretón de manos entre Nixon y Mao Zedong, tuvo un precio. El viaje de Kissinger coincidió con la represión de la dictadura militar pakistaní de Yahya Khan contra los independentistas de Bangladés, por aquel entonces conocido como Pakistán Oriental. En una serie de ataques sistémicos denominados como operation Searchlight, un número descomunal de civiles de la minoría bengalí fueron masacrados por las fuerzas de Pakistán Occidental —las estimaciones, muy politizadas, varían entre los 500.000 y los 3.000.000—.

La Casa Blanca, temiendo trabas a su ansiada reconciliación con Pekín, ofreció a Pakistán su respaldo absoluto durante esta campaña. Además del enorme coste humano, numerosos funcionarios habían alertado a Nixon y Kissinger de que la represión pakistaní podría resultar en una guerra civil que crearía las condiciones para que India, país que simpatizaba con la Unión Soviética, interviniera en el conflicto. Ambos desestimaron estas alertas, pero fue exactamente lo que ocurrió. El pánico cundió en el despacho oval, con Kissinger prediciendo que el momento del apocalipsis nuclear había llegado. “Considero esto nuestra Renania”, llegó a exclamar, en referencia a la invasión germana que precedió a la Segunda Guerra Mundial. Nixon lo devolvió a la realidad y, más adelante, expresó en privado su preocupación de que su asesor de Seguridad Nacional pudiera necesitar atención psiquiátrica.


placeholderHenry Kissinger y Richard Nixon. (Getty)
Henry Kissinger y Richard Nixon. (Getty)

Al final, y pese al envío ilegal de armas de Estados Unidos a Islamabad, India y las guerrillas bengalíes que patrocinaba vencieron el conflicto con facilidad. Bangladés nació como país independiente y predispuesto a orientarse hacia Moscú. Algo que, eventualmente, acabaría importando poco dado el colapso de la Unión Soviética dos décadas después. Sin embargo, el resentimiento hacia Washington perdura en la memoria colectiva de Daca y Nueva Deli hasta nuestros días.

Este episodio es un ejemplo emblemático de los límites de la política exterior kissingeriana, basada exclusivamente en análisis supuestamente fríos, objetivos y materiales del interés nacional, carentes de la subjetividad de la moral que tanto denostaba. Por cada cara que logró su realpolitik en China, Egipto o Israel hubo una cruz en Chile, Argentina o Timor Oriental. Allí, las palmaditas en la espalda de dictadores en nombre de un gran juego global contra la Unión Soviética no solo tuvieron un coste humano imposible de calcular, sino también un daño reputacional que Washington sigue siendo incapaz de reparar.


Un legado eterno

Ocho años pasaron entre la llegada de Kissinger a la Casa Blanca y su salida. Desde entonces, hemos pasado una cantidad de tiempo casi seis veces mayor debatiendo sobre su legado. Y nadie contribuyó más a este discurso que el propio protagonista. El exsecretario dedicó gran parte de su etapa posterior a 1977 a sacar brillo a toda la anterior. Su autobiografía ocupa más de 3.000 páginas, pero habría que añadirles, como mínimo, otras 3.000 más, porque todos sus libros en las últimas cuatro décadas han sido, parcialmente, memorias. “Nadie que haya estado en un Gobierno ha publicado tantas páginas sobre su tiempo en el Gobierno”, resumía el historiador Robert K. Brigham.

Es posible que este esfuerzo no fuera necesario. La mitología en torno a Kissinger ha vivido un crescendo imparable en direcciones opuestas, la de genio estratégico-diplomático y monstruo despiadado. Las progresivas fases de desclasificación de documentos secretos elaborados durante los dos mandatos de Nixon provocaron, especialmente a partir de la década de los 90, un revisionismo centrado en los episodios más oscuros de la política exterior estadounidense. Dado que el expresidente falleció en 1994 y que el exasesor seguía con su reputación —a diferencia de un Nixon perpetuamente denostado por el Watergate— intacta en lo círculos de poder, Kissinger se convirtió, para muchos, en el gran demonio al que culpar por las catástrofes humanitarias propiciadas por el intervencionismo de EEUU. Christopher Hitchens publicó su famoso libro The Trial of Henry Kissinger en 2001, en el que abogaba por procesarlo judicialmente y lo describía como "un criminal de guerra", apelativo que le acompañó desde entonces.

Sin embargo, al mismo tiempo que todos los pecados de Estados Unidos —y de sus gobiernos aliados— eran descargados en la figura de un solo hombre, la leyenda de sus éxitos discurría en paralelo. Prácticamente todos los presidentes y secretarios de Estado desde 1980 han utilizado a Kissinger como el avatar para evocar una política exterior vigorosa, decidida y realista. Ha asesorado a gobiernos republicanos y demócratas por igual y es, a día de hoy, considerado como una inagotable fuente de sabiduría por una amplia variedad de aspirantes a la carrera diplomática y las secciones de Internacional de medios de comunicación de todo el mundo.


placeholderHenry Kissinger estrecha la mano de Angela Merkel. (EFE)
Henry Kissinger estrecha la mano de Angela Merkel. (EFE)

En la antesala de su centenario, The Economist realizó una maratoniana entrevista de más de ocho horas con él centrada en la rivalidad entre China y Estados Unidos. “Henry Kissinger explica cómo evitar la Tercera Guerra Mundial”, prometía el titular. Pero, exceptuando la inclusión de la inteligencia artificial como factor en el conflicto, el texto evoca las mismas ideas (el confucianismo que guía a China, el retorno al equilibrio de poderes del siglo XIX, la incapacidad de Moscú y Pekín de ser aliados reales...) que lleva repitiendo hasta la saciedad durante décadas. Porque, pese a la insistencia del establishment de política exterior de tratarlo como un oráculo al que consultar cada vez que algo se rompe en el mundo, un señor de 100 años rara vez dice nada nuevo, por mucho que se le pregunte.

Kissinger ha sido Kissinger hasta el final. Su último libro, Liderazgo, publicado a los 99 años, supone el último ejemplo de la doble obsesión que ha caracterizado su vida: las grandes figuras de la historia y él mismo. Una obra que promete ser un estudio de seis líderes (Konrad Adenauer, Charles de Gaulle, Margaret Thatcher, Richard Nixon, Lee Kuan Yew y Anwar Sadat), pero en la que Kissinger consigue, por enésima vez, situarse en su lugar favorito: el centro.

Al exsecretario de Estado le ha llegado la hora que tanto lleva burlando, dándole así la libertad a este texto y a los otros cientos de obituarios encarcelados en el limbo. En este día de duelo y celebración, admiradores y críticos por igual se encargarán de garantizar, quieran o no, que el mito de Henry Kissinger consagre ese rumbo hacia la eternidad que él siempre deseó.