Ilustración: iStock.
Me ha conmovido asesorar a madres y padres que, a los pocos meses de alumbrar a su hijo, no podían disfrutar del milagro de la vida porque tenían que reincorporarse al trabajo
Cuando era niño, uno de los juegos que solía compartir con mi padre era mirar a las personas por la calle. Mi progenitor, un hombre muy inteligente que, como casi toda su generación, no pudo estudiar por causas económicas, quería transmitirme lo que había aprendido durante años en su relación con la gente. Quería enseñarme las emociones y el estado de ánimo de las personas por sus caras y su conducta corporal, algo que él había tenido que utilizar en su trabajo.
He de confesar que nunca fui buen alumno. Con diez años tenía grandes dificultades en identificar los sentimientos de otros, ya que apenas podía hacerlo con los míos. Pero siempre he pensado que ese deseo de querer entender a la gente fue una de las razones por las que, años después, estudié psiquiatría.
Sin embargo, lo que más me llamaba la atención a esa edad cuando miraba a otras personas era lo deprisa que iban. Yo se lo contaba a mi padre y, asombrosamente para mí, él no era consciente, no se daba cuenta. Con cuarenta años, tras fallecer mi padre, volví a recordar este juego como homenaje hacia él.
Y, entonces, descubrí que ya no me parecía que la gente iba corriendo, como cuando era niño. Al preguntarme "¿Por qué?" Descubrí la cruda realidad: porque yo iba a la misma velocidad que ellos, como casi todos los adultos de nuestra sociedad actual. Por eso no podía darme cuenta. ¿Y ustedes? ¿También van deprisa o han podido levantar el pie del acelerador?
En mis treinta años de profesión como psiquiatra he podido ver la prisa reflejada a todas las edades y en múltiples circunstancias. He conocido adolescentes que, en vez de disfrutar de su único e irrepetible momento vital, ansiaban llegar a ser adultos.
He visto jóvenes profesionales, en la flor de la vida, incapaces de degustar su juventud, deseando quemar etapas para convertirse en exitosos y maduros ejecutivos. He tratado a emprendedores exitosos, agotados de su elevada demanda laboral, soñando con jubilarse para liberarse así de tanto estrés. Y he atendido a jubilados, exigiendo ser vistos a primera hora de la mañana, porque apenas tenían tiempo para realizar todas las actividades de su apretada agenda.
Y, sobre todo, me ha conmovido asesorar a madres y padres que, a los pocos meses de alumbrar a su hijo, no podían disfrutar del milagro de la vida porque tenían que reincorporarse urgentemente al trabajo, perdiéndose el momento más maravilloso de la existencia de cualquier criatura.
"Nos hemos convertido en una sociedad paupérrima. Nos han robado lo más valioso que tenemos, por no decir lo único: el tiempo"
¿Cuándo aprenderemos a parar los seres humanos de esta sociedad moderna? ¿Cuándo acabará esta absurda carrera a ninguna parte? Para la mayoría de nosotros termina con la muerte, de repente, sin anunciarse, como suele llegar ella. Para otros será una enfermedad quien les frene y, quizá, les permita reflexionar sobre nuestro absurdo estilo de vida.
La sociedad de consumo nos ofrece cualquier objeto que no necesitamos y nos lo vende como imprescindible, pero nos quita lo único importante que tenemos los seres humanos: el tiempo. Muchos pueblos no occidentalizados y que llamamos subdesarrollados, mucho más sabios que nosotros, dicen que nosotros tenemos los relojes que miden el tiempo, pero que ellos tienen lo más importante, el tiempo.
Nos hemos convertido en una sociedad paupérrima. Nos han robado lo más valioso que tenemos, por no decir lo único: el tiempo. Y, lo que es peor, ni siquiera nos hemos dado cuenta.