Imagen por Mikel Jaso from publico.es
Debo aclarar desde un principio que no soy creyente, es decir, no estoy dotado de lo que los creyentes llaman “el don de la fe”. Pertenezco, sin embargo, a una familia y a una tradición que siempre hizo distinción entre las religiones por un lado y las instituciones que las reproducen, como la Iglesia, por otro.
Mis padres me enseñaron a respetar las religiones y a los creyentes, pero no siempre a las autoridades eclesiásticas que dirigen las iglesias, las cuales, como instituciones humanas, configuran las religiones y sus creencias para optimizar los intereses que las sustentan. Un ejemplo de ello es la composición del colectivo de santos y beatos de la religión católica, nombrados a dedo por las máximas autoridades de la Iglesia católica.
El estudio de a quién se nombra santo, cuándo, cómo y por qué dice mucho sobre tal institución y sus intereses durante sus 20 siglos de existencia. Un estudio de enorme interés (sobre todo para los estudiosos de cómo se genera y reproduce el poder) es analizar cómo este es percibido por los dirigentes de la Iglesia católica y cuáles son los objetivos de nombrar a alguien santo y su relación con tal poder.
En teoría, el nombramiento de los santos tiene como objetivo establecer puntos de referencia, es decir, modelos para orientar a los creyentes católicos, siendo parte de las enseñanzas de la jerarquía católica honrarlos y celebrarlos. Son, pues, individuos ejemplares que deberían inspirar a los feligreses de la Iglesia. Pero ser “ejemplares” también implica que sepamos de qué son ejemplares y con qué objetivo lo son. Y ello queda muy explicitado al analizar el contexto político que configuró en gran manera la decisión de otorgar la santidad a unas personas versus otras.
Estas reflexiones vienen a raíz de la lectura de un artículo “Roman Catholic Sainthood and Social Status: a Statistical and Analytical Study” (La santidad romana católica y el estatus social: un estudio estadístico y analítico), publicado por dos historiadores de la Universidad de Rochester (EEUU), Katherine y Charles H. George, en la revista The Journal of Religion. Este artículo obtuvo gran parte de sus datos de la detallada biografía de los santos de Alban Butler, complementada por los trabajos de Herbert Thurston y otros, todo ello publicado en doce volúmenes.
Lo que los investigadores del artículo deseaban conocer era la clase social o el estatus social de los 2.494 santos sobre los cuales existe suficiente biografía publicada. Ni que decir tiene que hay problemas metodológicos importantes cuando se intenta comparar clase social o estatus a lo largo de la historia desde el establecimiento de la Iglesia católica. Pero los autores del artículo hacen un trabajo creíble y riguroso, señalando en cada época aquellos sectores de la población que correspondían a las clases altas (nobleza en la época feudal y burguesía en la época capitalista, por ejemplo), a las clases de estatus medios y a las clases populares, de estatus bajos. Pues bien, tales autores encontraron que la gran mayoría (1.950 del total de 2.494, es decir, un 78%) pertenecía a los estatus altos, que definen como clase alta; 422 (un 17%) de estatus medio, y sólo 122 (un 5%) procedían de las clases populares.
Señalan los autores del estudio que las clases altas, de estatus alto, constituían sólo el 5% de la población de los países estudiados; las clases de estatus medios el 10-15%; y las clases populares, la gran mayoría (del 80 al 85%). Los seres ejemplares para la Iglesia católica eran, pues, en su mayoría, personajes de las clases dirigentes, y ello a pesar del famoso dicho en la Biblia de que “será más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el Reino de los Cielos”. Naturalmente que no todas las clases dirigentes durante la historia de los últimos 20 siglos eran las más ricas, pero sí que es una suposición razonable asumir que, si no lo eran, al menos estaban a su servicio.
Lo que es incluso más interesante es ver la composición social de los santos según el siglo en que fueron nombrados. Y es sólo en el primer siglo de la cristiandad cuando santos pertenecientes a los estatus altos no son la mayoría. En este primer siglo, las personas de estatus medio y popular tenían más posibilidades de ser nombrados santos. No así a partir del segundo siglo. Desde entonces, el dominio de santos entre las clases altas es casi absoluto, alcanzando su máxima expresión durante la Edad Media, periodo en el que la Iglesia adquirió más poder y riqueza.
En realidad, la santidad estaba relacionada frecuentemente con la donación de riquezas a la Iglesia, hasta el punto de que familias enteras eran nombradas santas. Así, el noble Dagobert fue nombrado santo, como también lo fueron su madre, su abuela y sus cuatro hijos. El noble Dagobert y sus familiares donaron todas sus propiedades, al morirse, a la Iglesia. Este dominio de santos de clase alta disminuyó algo en los siglos XVIII, XIX y XX, en que aparecieron otros grupos de los sectores de estatus medio que la Iglesia quería captar. Los santos entre las clases populares, sin embargo, continuaron siendo una minoría.
En España, además del estatus, ha sido determinante, para conceder santidad, su ubicación dentro de las coordenadas del poder. Así, el nombramiento de santo a Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei y defensor del golpe militar y de la dictadura que estableció, así como de los sacerdotes asesinados por grupos descontrolados (y con la oposición del Gobierno de la República), sin jamás santificar a los sacerdotes vascos asesinados por el Estado golpista, es un indicador claro de la identificación de la Iglesia con las fuerzas antidemocráticas y reaccionarias de España en el poder, de las cuales la Iglesia fue su apoyo ideológico central. Y sus dirigentes están orgullosos de ello.
Por VICENÇ NAVARRO Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universidad Pompeu – from blogs.publico.es 21/07/2011
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