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Me fascinan los eventos que obligan a la humanidad o una parte de ella a vivir de una forma radicalmente distinta: como en el pasado, como si el Apocalipsis hubiese llegado, como si el verano hubiera sido sustituido de repente por el frío inexorable. Uno de mis eventos favoritos fue de origen natural, y precisamente consiguió esto último: un invierno nuclear que hizo desaparecer el verano toda Europa (y propició el nacimiento del Romanticismo): Mil Ochocientos Hielo y Muerte (o dicho de otro modo: la erupción volcánica de Tambora en 1815 y que cubrió el cielo de ceniza, oscureciéndolo todo y haciendo bajar las temperaturas del planeta).
Pero hoy no voy a hablaros de Tambora, el invierno nuclear y el nacimiento del Romanticismo (si queréis, otro día) sino de otra oscuridad que tuvo que vivir Gran Bretaña, una oscuridad negra como la brea que de repente retrotrajo a los ingleses a la época medieval por un buen tiempo. El responsable de esa falta de luz fue un evento artificial. Y lo mejor de todo: deliberado.
En otoño 1939, en Gran Bretaña estaba prohibido encender la luz.
La razón de estas fuertes restricciones se debían a la Guerra: así se esperaba desbaratar los planes de la Luftwaffe. Sin embargo, no creíais que estaba sólo prohibido encender la luz de casa o de las calles: ninguna clase de luz estuvo permitida durante tres meses. Cuando digo ningún tipo de luz, también me refiero a la se puede producir al encender un cigarrillo o al de la cerilla para leer el nombre de una calle. Hacerlo suponía ser arrestado. Incluso hubo un ciudadano que fue multado por no tapar el resplandor de la luz que atemperaba su pecera.
Ni siquiera estaban permitidas las luces del salpicadero del coche. Como los conductores circulaban con las luces apagadas, no sólo era imposible ver por donde ibas… sino también a la velocidad que ibas.
Desde la Edad Media, Gran Bretaña no había vivido sumida en tal oscuridad, y las consecuencias fueron estrepitosas y graves. Para no chocar contra el bordillo o contra cualquier vehículo aparcado, los coches adquirieron la costumbre de circular por encima de las líneas divisorias blancas de la calzada, una solución que funcionaba hasta que se tropezaban con otro vehículo que hacía lo mismo pero en sentido contrario. Los peatones estaban en peligro constante, pues las aceras se convirtieron de repente en una carrera de obstáculos de farolas, árboles y mobiliario urbano invisible. Los tranvías, apodados con respeto como “el peligro silencioso”, resultaban especialmente inquietantes.
Esta clase de servidumbres, aunque traumáticas, nos ayudaron a recordar cuán huérfana se encontraba la humanidad antes de la electricidad. Incluso antes, cuando se usaban velas, la oscuridad reinaba por doquier: si abres la puerta de la nevera, seguramente tendrás más luz que la cantidad total de iluminación de la que disfrutaban la mayoría de hogares en el siglo XVIII. No en vano, una buena vela proporciona apenas una centésima parte de la luz que genera una única bombilla de cien vatios.
De repente, que tantas personas acostumbradas a la electricidad tuvieran que prescindir de ella, tuvo unos efectos inquietantemente lúgubres, según observó el British Medical Journal: Sin lanzar ni una sola bomba, la Luftwaffe estaba ocasionando ya 600 bajas al mes.
“Durante los cuatro primeros meses de la guerra “relata Juliet Gardiner en Wartime”, un total de 4.133 personas perdieron la vida en las calles británicas”, un incremento del cien por cien con respecto al año anterior.
La ironía que supone que el simple miedo al ataque de la aviación alemana matara tanto (sin que la aviación alemana hubiese atacado aún) me recuerda a otro evento que cambió las coordenadas y las abcisas de los ciudadanos Norteamericanos: a causa de la caída de las Torres Gemelas murió mucha gente, pero muchos de ellos no estaban en las Torres Gemelas y, por tanto, no recibieron la atención que tal vez merecían, tal y como señala Nicholas Taleb Tassim en El cisne negro;
El grupo de Bin Laden acabó con la vida de unas dos mil quinientas personas en las Torres Gemelas del World Trade Center. Sus familias contaron con el apoyo de todo tipo de entidades y organizaciones benéficas, como debía ser. Pero, según dicen los investigadores, durante los tres meses que restaban de aquel año, unas mil personas fueron víctimas silenciosas de los terroristas. ¿Cómo? Quienes tenían miedo al avión y se pasaron al coche corrieron un riesgo mayor de muerte. Se ha demostrado que durante aquellos meses aumentaron los accidentes automovilísticos; la carretera es considerablemente más letal que el espacio. Estas familias no recibieron ayuda; ni siquiera sabían que sus seres queridos también fueron víctimas de Bin Laden.
Eventos. Eventos que lo cambian todo repentinamente y nos permiten entender mejor cómo vivimos y cuáles son nuestras prioridades.
Por Sergio Parra from xatakaciencia.com 13 de octubre de 2011
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