Hace cuatro años muchos no sabían que eran las criptomonedas, ni el Bitcoin, ni los protocolos y algoritmos detrás del Blockchain, el sistema de contabilidad distribuído que prometía revolucionar los flujos de finanzas en todo el planeta. Pero por entonces ya era una herramienta popular entre entusiastas tecnológicos que abrazaron sus nuevas posibilidades a pesar de sus fallos.
Pero el Bitcoin ha crecido tanto como el escepticismo, y una de las muestras más veteranas fue la creación en 2013 de Dogecoin. Esta criptomoneda estaba creada como crítica a la seriedad con la que muchos se tomaban Bitcoin. La tecnología y muchas de las características entre Bitcoin y Dogecoin eran similares, pero la seriedad acababa ahí.
El resto era decididamente desenfadado cuando no burlón: su imagen y nombre provenían de los “fondos” de Internet y los memes basados en un perro de raza Shiba Inu conocido meramente como “doge” (una versión deformada humorísticamente de “dog”) que, junto a frases malconstruidas servía para expresar sentimientos de asombro y admiración por cualquier elemento.
Su creador, Billy Markus, un programador Oregon, no asignó ningún valor a la criptomoneda, como no se puede. Es el propio mercado el que decide por cuánto decide intercambiar una divisa virtual por una divisa tradicional, como en casi cualquier otra criptomoneda. Como buena broma que era, durante los primeros meses cualquiera podía generar sus propios Dogecoin o adquirirlos por decénas de milésima de euro.
Subidas del 400%, caídas del 90%
En 2014 su precio se triplicó en cuestión de horas hasta alcanzar los 0,0018 dólares por un cambio de legislación en China que ponía nuevas trabas a la inversión en Bitcoin, haciendo que muchos convirtieran la criptomoneda seria por la satírica. ¿Había alguna diferencia? Muchos solo querrían comprar barato y vender caro. Unas semanas después los compradores ya solo estaban dispuestos a pagar un 10%, y durante más de dos años el Dogecoin se quedó flotando entre 0,0001 y 0,0002 dólares.
Pero entonces llegó 2017. El año en el que Bitcoin duplicó su precio por 10 arrastró el valor de otras criptomonedas más baratas. La marea que levantaba todas las olas hizo crecer el interés y el número de compradores, y con ellos el precio del Dogecoin que alcanzaba los 0,004 dólares. Poco después, se desinflaba el interés y se movía hacia otras criptomonedas más “serias” como Litecoin, Ripple o el propio Bitcoin.
Hasta ayer. Durante la última semana el precio del Dogecoin se ha multiplicado por 7, sin mayor motivo aparente ni cambio en la tecnología o aceptación por parte de algún nuevo mercado. Su creador no oculta su preocupación: “creo que dice mucho del espacio de las criptomonedas que una moneda con un perro dibujado que no ha sido actualizada en más de dos años supere los mil millones de valoración”.
A fecha de hoy se han generado un total de casi 113 mil millones de Dogecoins, que al superar la barrera del centavo de dólar por unidad sorprendía a todos y superaba los mil millones. Este súbito ascenso ha atraído a otros inversores que procedieron a doblar el precio con su apetito por comprar en espera de que siguiera subiendo. ¿Seguirá subiendo? ¿Volverá a caer un 90%? ¿Será finalmente aceptado por alguna tienda online? Quién sabe. Pero Dogecoin ejemplifica muy bien en 2018 los problemas de las monedas virtuales, justo como su autor quiso hacer en 2013.
Dogecoin sirve como muestra de los excesos de la comunidad inversora en criptomonedas, en la que muchos parecen estar más pendientes de hacerse ricos que en la tecnología detrás de las mismas, de su potencial y del impacto real en la sociedad. Quizá también, como dice el refrán, Dogecoin tenga un valor inesperado: “no soy un completo inútil, al menos sirvo de mal ejemplo”.
Dogecoin sirve como muestra de los excesos de la comunidad inversora en criptomonedas
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