Martin Heidegger durante una charla en Tuebinga (Alemania) en 1961.IMAGNO / GETTY IMAGES
¿Qué es lo que pasa para que la crisis del sistema no dispare la reflexión, no distinga entre necesidad y posibilidad, no genere un mundo posible?, se pregunta el filósofo político José Luis Villacañas en su último libro
El capitalismo en la época del Antropoceno es necesariamente globalización. Como tal, afecta a la Tierra entera, y no sólo porque el proceso comunicativo en el que entramos es de naturaleza global, sino porque materialmente el proceso de producción de capital afecta a la materia entera de la Tierra, a la materia orgánica muerta y a la materia orgánica viva, determinando no sólo el mundo de la vida de lo humano, sino el mundo de la vida de todas las demás especies y formas de vida sobre la Tierra. Como reconociera Heidegger, en la línea de Weber, todo el contenido material de la Tierra ya está sometido al cálculo productor de capital, desde las aguas superficiales a los hielos polares.
Que el capitalismo es global apenas deja dudas. Pero es así porque hemos entrado en la época del Antropoceno, en la síntesis de capitalismo y naturaleza. Sin embargo, nuestra relación con el capitalismo es, como nuestra relación con la naturaleza, compleja. En tanto consumidores nos comportamos respecto a la circulación de mercancías —ya casi reducida a circulación comunicativa— como con una naturaleza completamente sobreentendida, cuya representación podemos mantener en estado de latencia, sin llevarla a reflexión ni construir una experiencia.
La técnica del capitalismo se encarga de ordenar nuestras expectativas en la medida en que domina la oferta sobre la demanda. Pero en tanto que el capitalismo se nos muestra como naturaleza catastrófica, atravesada por las crisis, de forma curiosa, no ponemos reflexivamente en duda todos los sobreentendidos anteriores y no somos capaces de activar la complejidad de la mirada de la modalidad.
En efecto, no consideramos al capitalismo —como tampoco consideramos a la naturaleza desde que hay técnica— a partir de la categoría de la necesidad, de tal manera que si pudiéramos controlarla en sus leyes y en sus condiciones de posibilidad estaríamos en condiciones de controlar sus crisis. Así podríamos contemplar el campo de la necesidad como la base de una posibilidad y de una efectividad. En cuanto que estableciéramos la diferencia de esta modalidad, el mundo de la vida entraría en crisis desde sus fundamentos, se reintroduciría la pregunta por la legitimidad y su consecuencia sería la necesidad de algún otro ajuste que estaría atravesado por el pathos de la distancia. Sin embargo, sea en su dimensión facilitadora, sea en su dimensión catastrófica, parece que no introducimos la modalidad en el ámbito del capitalismo.
Sigue siendo nuestro mundo de la vida, un objeto que parece completamente opaco a la teoría, plagado de sobreentendidos y supuestos que aspiran todos ellos a una “naturalización”. Con ello llegamos a la verificación de las tesis de Foucault como el ideal de la representación del capitalismo: se trata de lo natural, de una especie de naturalización de la acción humana. La antropología, desde el Homo sconditus de Plessner al humano sin carga instintiva de Gehlen hasta Blumenberg no contradicen este enunciado —aunque tampoco lo apoyen—. Puesto que el humano no tiene naturaleza, como han dicho todos los posnietzscheanos, sólo tiene historia. Pero en realidad, toda la aspiración de Nietzsche a través del eterno retorno era decir otra cosa. Por el contrario, y puesto que el humano no tiene naturaleza, se puede fabricar una. Ésa es el capitalismo.
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Teología política. La historia del capitalismo contemporáneo, del José Luis Villacañas
Desde Husserl sabemos que el mundo de la vida es una categoría que sólo se forja de verdad para su abandono, para que de su crisis surja la fundación originaria de la teoría. Sin esa dimensión teórica, la crisis en que se manifiesta el capitalismo impone una previsión contraria. Por mucho que se quiebre no implicará una salida ni un abandono. De ahí la dimensión de catástrofe comunicativa propia de la crisis. Al final tiene un efecto afirmativo de lo que está en crisis porque no vemos nada alternativo. Si la crisis del mundo de la vida permite la emergencia de una modalidad que distingue entre lo que subsiste como necesario, frente a lo que desapareció como posible, con la crisis del capitalismo no tenemos estas prestaciones.
Sólo podemos insistir en lo sobreentendido. Justo cuando superaba el mundo de la vida originario, el humano tenía un horizonte, una diferencia entre lo necesario y lo posible, y sólo en esta estructura mundana de la modalidad la subjetividad se concedía un papel vinculado con nuevas posibilidades, un papel práctico. Pero en la crisis del capitalismo, por el contrario, parecen activarse todos los automatismos de reincidencias que reducen la acción humana y sus posibilidades a la impotencia. El fatalismo de la facticidad es la imposición de lo sobreentendido, de lo que no puede pensarse de otra manera.
Ahora debemos preguntarnos qué es lo que pasa para que la crisis del mundo de la vida del capitalismo no dispare la reflexión, no distinga entre necesidad y posibilidad, no genere un mundo posible y no permita una subjetividad práctica como facilitadora de indeterminaciones. ¿Qué es lo que determina que se siga apegado al mundo de la vida capitalista como conjunto de sobreentendidos que muestren su eficacia y su ejecutividad compacta a pesar de la crisis, de la catástrofe? Propiamente, su representación como naturaleza de las cosas.
Ése es el triunfo fundamental del neoliberalismo con su absolutización del mundo económico como esfera única de sentido. Una crisis, como una catástrofe, como una pandemia, no cambia la naturaleza. Nos muestra su naturaleza no específicamente humana, trascendente, pero no genera una alternativa. Al contrario, nos vuelca a pedir los dones que puede dar ese inmenso mercado de virtualidad, ese refugio ante toda dimensión catastrófica. Su rostro catastrófico intensifica su rostro donador. No es ésta la última de las características teológicas del capitalismo, y el neoliberalismo las ensalza como doctrina.
Cuando se quebró la vieja adaptación al mundo de la vida originaria, el humano estuvo en condiciones de buscar reajustes. Contar historias, generar mitos o hacer de la naturaleza una personificación fueron algunas respuestas. Ahora estamos al final de ese proceso. La acción humana se ha transfigurado en naturaleza, y como el tipo de temporalidad y de subjetividad que requiere para su adaptación se basa en una atención al presente sin latencia propia, incapaz de memoria y de expectativa, no hay historia humana que contar. Como he dicho, la historia no hace sino activar latencias, elaborarlas desde el recuerdo, la significatividad, la memoria y la experiencia. Siguiendo la figura de Weber, Foucault siguió escribiendo la historia del capitalismo como neoliberalismo.
Pero en medio de las adaptaciones que promueve, nadie tiene necesidad de contar una historia respecto del nuevo capitalismo naturalizado. Como hemos visto, Laval y Dardot se han esforzado por seguir esa historia de tal manera que imponga consecuencias para la acción humana. Es la historia de lo común, cuyo problema es que con dificultad logra enraizar ese pasado con los poderes del presente. Así gana fuerza la impresión de que todo aparece como un proceso natural. No es un azar que los técnicos que han observado los aspectos de la crisis o de las catástrofes, los que manejan los Big data, son físicos o matemáticos. No hay mito en cuya narración podamos incluir la emergencia de esa naturaleza ya autonomizada.
En realidad, el viejo intento de narrar una historia del capitalismo (Marx, Weber), tuvo que partir del inicio, de la acumulación originaria, algo parecido a la fundación originaria que permitió a Husserl contar la historia de la teoría. Foucault ya vinculó el capitalismo a la naturaleza. Ahora, desde la nueva etapa del Antropoceno, el único origen que sustituye a la acumulación capitalista es la misma emergencia antropológica como revolución interna a la vida de la Tierra.
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