viernes, 5 de agosto de 2011

Currar para escribir


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Lawrence de Arabia

Los grandes astros del universo literario se han buscado la vida como saltimbanquis, panaderos, carteros, conductores de autobús o verdugos para sobrevivir a su carrera como escritores.
Antes de alimentarse tuvieron que hacer lo inevitable para comer: trabajar en lo que fuera. Trabajar como burros. Trabajar y dormir poco para leer, escribir y hacer lo que fuera para resistir al rodillo de la explotación. William Faulkner compró un uniforme de la RAF al final de la Primera Guerra Mundial y entró en Oxford (Misisipi) cojeando. Dijo que había sufrido un accidente aéreo y consiguió empleos de guardarropa, regidor de teatro, cartero y por la noche cargaba la caldera de carbón de la universidad. Mientras tanto, cuando podía, escribía cuentos con los que ganó algún dinero, hasta que acabó comprando una casa de estilo colonial, con dos criados negros y dedicando 12 horas diarias a la escritura.
La libertad tampoco era suficiente. Alimentarse para vivir era tan esclavo como vivir para comer. A George Perec le costó dejar su empleo de documentalista en un laboratorio médico, a pesar de ser reconocido como escritor. Rechazó ofertas de ascenso porque pensaba que si para un escritor es peligroso hacer carrera en su empleo, peor era depender de la escritura para vivir. Muchos otros coincidían con él en que en 40 horas semanales no había tantos minutos como para dejar sin un segundo su producción literaria.
Sólo cuando lo jubilaron en 1932, Raymond Chandler (1888-1959, EEUU) se planteó seguir un curso de escritura por correspondencia. Firmó su primera novela, El sueño eterno, a los 51 años de edad, la familia petrolera para la que trabajaba como contable le había mandado a casa con 44 años, con una jubilación de cien dólares al mes.
Pero 20 años atrás, la hoja de la vida laboral del creador de Philip Marlowe era tan larga como la lista de sus cuentos no publicados. Su primer trabajo fue en Londres, para la Marina real inglesa, en la sección de aprovisionamiento, donde debía registrar municiones. Creía que le quedaría tiempo para escribir poesía, pero encontró un trabajo "completamente embrutecedor", y entonces pensó en el periodismo. Tan tímido como incapaz de elaborar noticias, lo despedían antes de terminar su periodo de prueba, recuerda Daria Galateria en el libro Trabajos alimenticios. Los otros oficios de los escritores, que en septiembre publicará la editorial Impedimenta.
En Nebraska y California, Chand-ler pasó por 36 trabajos más. Todos le decepcionaron por igual: recoger albaricoques diez horas al día, 20 centavos la hora; encordar raquetas de tenis, 12 dólares y medio por semana de 54 horas laborales Hasta que vio la luz: la contabilidad sería su salvación. Su carrera "creció tan rápidamente como una secuoya" gracias a las cuentas de las empresas para las que trabajó durante dos décadas.
En el gran boom petrolífero de Los Ángeles, Chandler entra a trabajar para Dabney, la segunda gran petrolera tras Shell. Asistía al contable de la empresa, que en 1923 fue arrestado por fuga de capitales. El sucesor murió de un ataque al corazón sobre la mesa de trabajo y entonces Chand-ler fue nombrado jefe de contabilidad. Y al poco, subdirector. Le llamaban "el genio": "He sido el mejor manager de Los Ángeles y posiblemente uno de los mejores del mundo", dijo.
Sólo cuando acabó harto de todo eso y logró la jubilación anticipada pudo destripar la vida de los criminales y otros parásitos corruptos de ese mundo de ricos al que Chandler había lavado sus miserias.
Quizás el escritor más incompatible con las obligaciones laborales fue Charles Bukowski (1920-1994). Alentado por un padre dispuesto a acabar con cualquier esperanza huyó de casa a los 19 años, cuando su progenitor tiró por la ventana sus escritos, la máquina y su ropa tras descubrir que el muchacho no usaba la máquina para hacer sus deberes. Pasó por almacenes, se alimentó de chocolatinas, frecuentaba bares deprimentes, vivió en barracas con el techo de cartón embreado, las revistas rechazaban sus cuentos y prefería morirse de hambre a retomar un trabajo regular.
Duros a la fuerza
Al parecer, sabía trabajar duro, pero lo hacía con mala cara. Si mantenía el trabajo tres semanas, le parecía que ya duraba mucho. Volvió a vagabundear, mandaba cuentos, condujo una ambulancia de la Cruz Roja en San Francisco, trabajó en un servicio de envíos y acumulando "trabajos de mierda". Hasta que en 1950, por casualidad, llegó al trabajo más importante de su vida: estuvo 13 años dedicado al servicio postal.
Todos esos años le pasaron factura en la espalda. Solía quejarse de que el servicio postal lo había matado. Pero cuando conoció a su primer editor, John Martin, debió volver a la vida. Martin dejó su trabajo para dedicarse a la edición a tiempo completo, después de haberle publicado a Bukowski poemas, y le ofreció convertirse en escritor profesional por un pequeño sueldo a cambio de sus derechos de autor. Calcularon: 35 dólares para el alquiler, 20 para la comida, 15 para la cerveza y los cigarrillos, además del teléfono y el gas. Algo más de cien dólares. Pero su nuevo trabajo tampoco le gustó: "Es más fácil trabajar en una fábrica. Allí no hay presión", dijo a un amigo antes de su primera conferencia.
Otros como George Orwell (1903-1950) necesitaron los peores trabajos para acercarse a los problemas reales. Prefirió no ir a la universidad y marchar a Birmania con 19 años para trabajar como policía. Allí debía adiestrar a los subinspectores, pero a los dos años abandonó: "No soportaba meter en prisión a la gente por hacer las mismas cosas que él habría hecho de encontrarse en parecidas circunstancias", como apareció escrito en la contraportada de Días en Birmania.
Tenía un nuevo sueño: quería ser escritor. Para convertirse en ello sintió que debía abandonar los privilegios y la respetabilidad, y vivir la vida de los marginados. Viajó hasta París, se quedó sin dinero, empeñó su ropa y terminó convertido en un perfecto vagabundo. Trabajó como lavaplatos de siete de la mañana a nueve de la noche, en un sótano en el que ni siquiera podía estar de pie. Pasó la Navidad de 1931 en la cárcel, por vagabundeo una semana antes de la vigilia Debió volver a ver la luz y empezó a trabajar en una pequeña escuela privada, con 15 niños de 10 a 16 años. Sólo cuando contactó con militantes socialistas se convirtió en el escritor político que firmó obras maestras como El camino de Wigan Pier, Rebelión en la granja o 1984.
A los 21 años, Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) obtuvo el título de piloto. Diez años después, ya era una leyenda, cuando fue a recibir un premio literario con traje y alpargatas. Había volado 20 horas y no se había afeitado desde hacía tres días. Trató de pagar sus deudas con un récord de vuelo para el que había un premio de 50.000 francos, pero cayó al desierto y allí aparecería El principito. En el desierto escribió de noche la fábula más leída del mundo.
El escritor suizo Blaise Cendrars (1887-1961) también cosechó un número infinito de trabajos, y en varios continentes: representante de bisutería en Rusia, fogonero en Pekín, apicultor en Francia, cazador de ballenas en Noruega, saltimbanqui en Londres, figurante de Carmen en Bruselas, en Nueva York, pianista de cine y descargador en los mataderos
Gorki (1868-1936) tampoco lo pasó bien en su búsqueda de pan. Con 11 años entró en una zapatería de señoras, siguió como pinche en un vapor por dos rublos al mes, a los 16 años fue a la universidad y lo compaginaba descargando barcos a las orillas del Volga, o 14 horas en una fábrica de galletas. Y en el justo momento de la historia, cuando todo parecía abocado a repetirse hasta acabar machacado por la rutina de un trabajo devastador, vuelve a aparecer un amigo que anima al escritor a mover sus cuentos. Gorki consigue publicar uno en un periódico, cuando le preguntan cómo firmará recuerda a su cruel abuelo, quien le llamaba "gorki", "amargo". Entonces comenzó la fortuna literaria y dos artículos al día, trabajo en galeras.
Algunos casos sonados, como el de la escritora francesa Colette (1873-1954), utilizaron su fama para hacer crecer una pequeña empresa con la que ganar dinero. En 1932, en plena Depresión, abrió, con casi 60 años, un instituto de belleza, financiado por la princesa de Polignac y por el bajá Al-Glawi y con el apoyo del ministro Maginot. La autora creó polvos y cremas, diseñó hasta el logo de las etiquetas (un dibujo de su perfil), atendió personalmente a los clientes en los grandes almacenes y sucursales que abrió por toda Francia. Pero el instituto de belleza no funcionó.
Jack London (1876-1916) cuando comenzó a escribir se lamentó de que la espalda le dolía tanto como si tuviera reúma. Al escribir a máquina, los brazos le dolían, y la punta de los dedos se le llenaba de heridas. Eran los efectos de una vida llena de empleos infernales: robando ostras en la bahía de San Francisco, repartidor de periódicos, en una fábrica de conservas, fogonero por la noche, cazador de focas en el Ártico, buscador de oro en Klondike, transportando maletas sobre la espalda hasta que acabó convirtiéndose en el escritor mejor pagado de su tiempo.
Boris Vian. La locomotora de la diversión.
Ingeniero de la rama metalúrgica, trabajó en la normalización del vidrio. Su empleo consistía en comparar los méritos respectivos de cientos de botellas para identificar la ideal. Le pagaban 3.500 francos. Deja la empresa para dedicarse a su verdadera pasión durante la Francia de Vichy: el jazz.
Bruce Chatwin. Intuición y buen ojo para el arte.
Bruce había declarado que no quería ir a la universidad; quería ser actor o quizá entrar en el servicio colonial. Pero llegó a la casa de subastas Sotheby's en Nueva York en un momento de expansión. Se convirtió en un experto en impresionismo "en un par de días".
Louis Ferdinand Céline. Médico antes de fanático nazi.
Logró hacer de la profesión médica una prestigiosa empresa internacional: con la Sociedad de las Naciones representó, viajando por medio mundo, la medicina occidental antes de convertirse, en lúgubres barrios de París, en el más cariñoso de los médicos.
Bukowski. Mucho tiempo en "trabajos de mierda".
Antes de dedicarse durante 13 años al servicio postal probó suerte en un sin fin de pequeños "trabajos de mierda", como él mismo decía, donde si duraba más de tres semanas comenzaba a sospechar. Ni siquiera como escritor profesional fue capaz de aceptar su situación laboral: "Es más fácil trabajar en una fábrica".
Saint-Exupéry. Escritor entre vuelo y vuelo.
A los 21 años, Saint-Exupéry obtuvo el título de piloto. "¿Yo escritor? Me lo pregunto; mi verdadero trabajo es pilotar aviones". Pionero de los vuelos transatlánticos y del vuelo nocturno, Saint-Exupéry navegaba a la vista sobre los mapas y no quiso dejar su empleo ni siendo leyenda.
Colette. Encontró la belleza en el negocio.
Colette no practicó otros oficios para mantenerse y escribir. Pero usó su fama literaria para ganar dinero en otros campos. En 1932, en mitad de la Gran Depresión, casi a los 60 años, proyectó fabricar y vender productos de belleza con su nombre. La idea era "barroca", como dijo el hijastro de Colette. La idea fracasó.
Italo Svevo. Huyó de las novelas para trabajar.
Para convertirse en "un buen industrial", se obligó a abandonar las novelas, porque si pensaba una sola frase, ya estaba perdido para la vida activa durante una semana entera. Escribió sobre una tarjeta de visita "comercial" y llegó a ser un gran emprendedor en el sector de las pinturas navales.
Jack London. Doblado por trabajar desde los 10.
En 1897, durante la primera carrera del oro, Jack London desembarcó en Klondike (Alaska), con poco más de 15 años. Aquel invierno vivió en una cabaña abandonada, en medio de los lobos. Transportaba maletas por la nieve. Se quejaría toda su vida de los dolores de espalda.
Raymond Chandler. Una jubilación de oro para Marlowe.
Veinte años antes de crear a Philip Marlowe, la hoja de la vida laboral de Chandler era infinita. Triunfó como contable, empleo al que se dedicó la mayor parte de su tiempo. Se convirtió en un genio de las cuentas y le dejaba tiempo para escribir por las noches. A los 44 años lo jubilaron.
André Malraux. El autor que comía con fontaneros.
El escritor francés André Malraux, cuando era ministro, sólo escribía sus libros de noche, y pensaba que para crear, como para hacer política, era necesario conocer a los hombres. De hecho, no dudaba en reprochar a De Gauller no haber querido "comer con un fontanero" nunca.
Maxim Gorki. El sabor amargo de una familia exigente.
Máximo Gorki era todavía un niño cuando trabajó como descargador en el Volga. Después fue pinche, fogonero, pescador, panadero, 14 horas de cola de noche o de día, en bodegas o salinas calientes. Bastó con el éxito de uno de sus cuentos para colaborar en varios periódicos.
Franz Kafka. Entre los sueños y las frustraciones.
Tenía remordimientos trabajando como agente de seguros. Pensaba en el poeta Paul Adler, que se dedicaba sólo a su vocación, no como él, que naufragaba en una vida de burócratas. Cuando Kafka era más indulgente con el trabajo decía que liberaba al hombre del sueño que lo deslumbra.
George Orwell. Conocer a quien sufre para escribir.
Decidió que si quería convertirse en escritor debía renunciar a todos sus privilegios, coloniales y de clase, y conocer la vida de los marginados. Vendió sus abrigos y vivió heladas entre los vagabundos antes de contactar con militantes socialistas y convertirse en el escritor político de fama.
Dashiell Hammett. Un detective para la novela negra.
Como escribió Raymond Chandler de él: "No sé si tenía especiales miras artísticas. Creo que sólo quería ganarse la vida escribiendo sobre un tema del que tenía información de primera mano", en referencia a su trabajo en una agencia de detectives de Baltimore.

Por PEIO H. RIAÑO  Madrid   from publico.es    04/08/2011

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