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Viven al mismo ritmo que en la adolescencia y rara vez se preguntan si su comportamiento es adecuado para sus 60, 70 u 80 años. Siempre receptivos a nuevos estímulos, suben montañas, compiten, se tatúan, se enamoran... Son tantos y están tan en alza que ya hay un término para su forma de vida -la «amortalidad».
No pudo ser. Diana Nyad llevaba nadando 29 horas seguidas cuando empezó a vomitar. Estaba en algún lugar del estrecho de Florida, a mitad de camino entre Cayo Hueso y Cuba. Una travesía de 170 kilómetros. Llevaba dos años preparándose, nadando ocho y nueve horas diarias como si tal cosa. Pero que haya fracasado en su aventura es lo de menos. Lo volverá a intentar el próximo verano. Al fin y al cabo, Diana solo tiene... 61 años. (Casi) toda la vida por delante.
La frustrada proeza de la sexagenaria nadadora es solo un ejemplo más de una tendencia nueva que ha cogido a los sociólogos a contrapié. Tanto que ni siquiera existía un término para definirla hasta que Catherine Mayer, jefa de la corresponsalía de la revista Time en Londres, lo acuñó: «amortalidad». Diana Nyad es «amortal». Una más de la creciente legión de personas que viven al margen de su edad. «La «amortalidad» es un producto del mundo que ahora habitamos. La juventud solía ser nuestro último hurra antes del inicio de la madurez y la senectud final. Cada etapa -infancia, adolescencia, edad adulta, mediana edad, jubilación, años dorados, declive- estaba acotada por una serie de ideales determinados por la cultura -explica-. Pero nuestra esperanza de vida ha aumentado (en el mundo desarrollado estamos viviendo 30 años más que al principio del siglo XX) y las edades del ser humano han comenzado a diluirse».
¿Qué define a los amortales? «Viven de la misma manera, al mismo ritmo y haciendo las mismas cosas desde el final de la adolescencia hasta que mueren. Rara vez se preguntan si su comportamiento es adecuado para su edad. El simple concepto de edad no les dice gran cosa. No estructuran sus vidas en torno a la certeza de la muerte, prefieren ignorarla. Continúan persiguiendo sus aspiraciones y codiciando nuevos productos y servicios», resume Mayer en su libro Amortality. The Pleasures and Perils of Living Agelessly (editorial Vermilion). «Los amortales asumen que todas las opciones están siempre abiertas. Si retrasan la edad de su jubilación, no es porque se vean obligados a hacerlo, es porque lo quieren así. Tienen hijos cada vez más tarde y muchas veces confían en tratamientos de fertilidad».
Basta con apuntarse a un club de senderismo, una clase de spinning, un viaje exótico o una página de amistades para percatarse de que los amortales están por todas partes, subiendo montañas, catando vinos, tatuándose un tribal, encaprichándose del último gadget, enamorándose y divorciándose, siempre receptivos a nuevos estímulos, retos, viajes, proyectos, parejas... El versículo del Eclesiastés -«hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el Sol»- ha sido sustituido por el «tengo derecho a mi fiesta» del anuncio de Ikea. Y la fiesta puede durar toda la vida, siempre que haya salud, dinero y Viagra.
Cada vez resulta más difícil responder a ciertas preguntas. ¿Cuál es la mejor edad para ser padres? ¿Y para retirarse? ¿Qué pautas de ocio y consumo diferencian a un treintañero de un cincuentón? ¿Cuántos años le echaría usted a esa chica que se machaca a dos bicicletas estáticas de la suya? ¿La ausencia de referencias cronológicas es buena o mala? Hay división de opiniones. «Hemos asumido que la única manera de divertirse que tiene una persona adulta es hacer las mismas cosas que hacía cuando era más joven. Si no es así, eres un muermo -explica la socióloga Claire Hollowell-. Pero no te haces ningún favor comportándote a los 60 años como si tuvieras 19». Por su parte, el psiquiatra y gerontólogo Robert Butler considera que la longevidad es, en sentido estricto, una acumulación aritmética de días, semanas, meses y años que da como resultado nuestra edad cronológica. «Pero mantenerse joven es, sobre todo, un estado mental que desafía cualquier medida».
En una sociedad tan desconcertada como la nuestra, el fenómeno se hace más evidente si observamos a las celebridades, que actúan como punta de lanza de modas y costumbres. Ahí está Mick Jagger, que juró y perjuró en 1975 que preferiría estar muerto antes que seguir cantando Satisfaction con más de 45 años. Hoy, a los 68, sigue subido a un escenario. Otro sesentón, Sting, enchufa giras mundiales y causas medioambientales, jalonadas por sesiones diarias de yoga. Richard Branson (61) anda dándole los últimos toques de pintura a su nave espacial. Vladimir Putin (58), cual Indiana Jones, lo mismo cabalga con el torso desnudo por las estepas mongolas que bucea y halla dos ánforas griegas que llevaban 25 siglos en el fondo del mar. Woody Allen (75) rueda una película tras otra (37 en los últimos 40 años). «Si estás preocupado con este chiste y este traje y esa localización, no estás angustiado con la brevedad de la vida».
Ojo. La «amortalidad» no es solo una especie de crisis de los 40 que se repite cíclicamente con cada nueva década que nos cae encima. Hay «amortales» de 27 años, como Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, que tiene pinta de posar para la foto de la orla del instituto y al que pedirán eternamente el carné cada vez que quiera comprarse una cerveza. Y el ciclista Lance Armstrong, a punto de cumplir 40 tacos, 15 ya desde que superó un cáncer testicular con metástasis en el cerebro y los pulmones, sigue pedaleando cientos de kilómetros en actos benéficos. Pero en su caso habría que hablar, más que de «amortalidad», de inmortalidad.
¿Qué nos hace comportarnos como «amortales»? ¿Acaso practicamos la política del avestruz, es decir, tememos tanto a la decadencia física y la muerte que hacemos como si no existieran? ¿O es que no nos resignamos a sentar la cabeza, talluditos »»«piterpanes» que tiñen canas, se ponen bótox y ensalzan la inmadurez como una opción vital perfectamente legítima? ¿O es quizá una cuestión de egoísmo: nos negamos a echarnos a un lado y que otras generaciones caten su porción de tarta -o más bien las migajas- en el mercado laboral y en el mercadillo sentimental, en la cuota de poder y, a fin de cuentas, en el disfrute de la vida? Quizá es un cóctel de todo lo anterior. Pero Mayer matiza que, sobre todo, es el miedo, más que a la muerte, a que nos consideren un estorbo. «En una cultura que reverencia a la juventud, la intensidad y el hedonismo, es el pánico a ser irrelevantes lo que nos mueve a convertirnos en «amortales». En resumen, la juventud está tan sobrevalorada que envejecer nos da vergüenza. Tanto que, según un estudio, las mujeres británicas comienzan a sentirse viejas a los 29 años.
No pudo ser. Diana Nyad llevaba nadando 29 horas seguidas cuando empezó a vomitar. Estaba en algún lugar del estrecho de Florida, a mitad de camino entre Cayo Hueso y Cuba. Una travesía de 170 kilómetros. Llevaba dos años preparándose, nadando ocho y nueve horas diarias como si tal cosa. Pero que haya fracasado en su aventura es lo de menos. Lo volverá a intentar el próximo verano. Al fin y al cabo, Diana solo tiene... 61 años. (Casi) toda la vida por delante.
La frustrada proeza de la sexagenaria nadadora es solo un ejemplo más de una tendencia nueva que ha cogido a los sociólogos a contrapié. Tanto que ni siquiera existía un término para definirla hasta que Catherine Mayer, jefa de la corresponsalía de la revista Time en Londres, lo acuñó: «amortalidad». Diana Nyad es «amortal». Una más de la creciente legión de personas que viven al margen de su edad. «La «amortalidad» es un producto del mundo que ahora habitamos. La juventud solía ser nuestro último hurra antes del inicio de la madurez y la senectud final. Cada etapa -infancia, adolescencia, edad adulta, mediana edad, jubilación, años dorados, declive- estaba acotada por una serie de ideales determinados por la cultura -explica-. Pero nuestra esperanza de vida ha aumentado (en el mundo desarrollado estamos viviendo 30 años más que al principio del siglo XX) y las edades del ser humano han comenzado a diluirse».
¿Qué define a los amortales? «Viven de la misma manera, al mismo ritmo y haciendo las mismas cosas desde el final de la adolescencia hasta que mueren. Rara vez se preguntan si su comportamiento es adecuado para su edad. El simple concepto de edad no les dice gran cosa. No estructuran sus vidas en torno a la certeza de la muerte, prefieren ignorarla. Continúan persiguiendo sus aspiraciones y codiciando nuevos productos y servicios», resume Mayer en su libro Amortality. The Pleasures and Perils of Living Agelessly (editorial Vermilion). «Los amortales asumen que todas las opciones están siempre abiertas. Si retrasan la edad de su jubilación, no es porque se vean obligados a hacerlo, es porque lo quieren así. Tienen hijos cada vez más tarde y muchas veces confían en tratamientos de fertilidad».
Basta con apuntarse a un club de senderismo, una clase de spinning, un viaje exótico o una página de amistades para percatarse de que los amortales están por todas partes, subiendo montañas, catando vinos, tatuándose un tribal, encaprichándose del último gadget, enamorándose y divorciándose, siempre receptivos a nuevos estímulos, retos, viajes, proyectos, parejas... El versículo del Eclesiastés -«hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el Sol»- ha sido sustituido por el «tengo derecho a mi fiesta» del anuncio de Ikea. Y la fiesta puede durar toda la vida, siempre que haya salud, dinero y Viagra.
Cada vez resulta más difícil responder a ciertas preguntas. ¿Cuál es la mejor edad para ser padres? ¿Y para retirarse? ¿Qué pautas de ocio y consumo diferencian a un treintañero de un cincuentón? ¿Cuántos años le echaría usted a esa chica que se machaca a dos bicicletas estáticas de la suya? ¿La ausencia de referencias cronológicas es buena o mala? Hay división de opiniones. «Hemos asumido que la única manera de divertirse que tiene una persona adulta es hacer las mismas cosas que hacía cuando era más joven. Si no es así, eres un muermo -explica la socióloga Claire Hollowell-. Pero no te haces ningún favor comportándote a los 60 años como si tuvieras 19». Por su parte, el psiquiatra y gerontólogo Robert Butler considera que la longevidad es, en sentido estricto, una acumulación aritmética de días, semanas, meses y años que da como resultado nuestra edad cronológica. «Pero mantenerse joven es, sobre todo, un estado mental que desafía cualquier medida».
En una sociedad tan desconcertada como la nuestra, el fenómeno se hace más evidente si observamos a las celebridades, que actúan como punta de lanza de modas y costumbres. Ahí está Mick Jagger, que juró y perjuró en 1975 que preferiría estar muerto antes que seguir cantando Satisfaction con más de 45 años. Hoy, a los 68, sigue subido a un escenario. Otro sesentón, Sting, enchufa giras mundiales y causas medioambientales, jalonadas por sesiones diarias de yoga. Richard Branson (61) anda dándole los últimos toques de pintura a su nave espacial. Vladimir Putin (58), cual Indiana Jones, lo mismo cabalga con el torso desnudo por las estepas mongolas que bucea y halla dos ánforas griegas que llevaban 25 siglos en el fondo del mar. Woody Allen (75) rueda una película tras otra (37 en los últimos 40 años). «Si estás preocupado con este chiste y este traje y esa localización, no estás angustiado con la brevedad de la vida».
Ojo. La «amortalidad» no es solo una especie de crisis de los 40 que se repite cíclicamente con cada nueva década que nos cae encima. Hay «amortales» de 27 años, como Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, que tiene pinta de posar para la foto de la orla del instituto y al que pedirán eternamente el carné cada vez que quiera comprarse una cerveza. Y el ciclista Lance Armstrong, a punto de cumplir 40 tacos, 15 ya desde que superó un cáncer testicular con metástasis en el cerebro y los pulmones, sigue pedaleando cientos de kilómetros en actos benéficos. Pero en su caso habría que hablar, más que de «amortalidad», de inmortalidad.
¿Qué nos hace comportarnos como «amortales»? ¿Acaso practicamos la política del avestruz, es decir, tememos tanto a la decadencia física y la muerte que hacemos como si no existieran? ¿O es que no nos resignamos a sentar la cabeza, talluditos »»«piterpanes» que tiñen canas, se ponen bótox y ensalzan la inmadurez como una opción vital perfectamente legítima? ¿O es quizá una cuestión de egoísmo: nos negamos a echarnos a un lado y que otras generaciones caten su porción de tarta -o más bien las migajas- en el mercado laboral y en el mercadillo sentimental, en la cuota de poder y, a fin de cuentas, en el disfrute de la vida? Quizá es un cóctel de todo lo anterior. Pero Mayer matiza que, sobre todo, es el miedo, más que a la muerte, a que nos consideren un estorbo. «En una cultura que reverencia a la juventud, la intensidad y el hedonismo, es el pánico a ser irrelevantes lo que nos mueve a convertirnos en «amortales». En resumen, la juventud está tan sobrevalorada que envejecer nos da vergüenza. Tanto que, según un estudio, las mujeres británicas comienzan a sentirse viejas a los 29 años.
¿Se trata de una moda pasajera? No parece. En 2050, cuatro de cada diez personas tendrán 60 años o más en la vieja Europa, que será más vieja que nunca. Los españoles sumaremos cinco años a los 81 de nuestra esperanza de vida actual. La revolución de la longevidad se notará sobre todo en el tramo de la población más anciana: seis millones de centenarios poblarán nuestro planeta. «El impulso «amortal» a permanecer activo, dirigido con sensatez, podría ayudar a aliviar la previsible disminución de la mano de obra y a frenar los crecientes costes sanitarios», reflexiona Mayer. Pero también advierte de los riesgos.
Los «amortales» tienen una peligrosa costumbre: confían tanto en la ciencia que creen que ella los librará de las consecuencias de la edad. En Estados Unidos se han popularizado tratamientos de choque como el que ofrece Cenegenics: una combinación de dieta, ejercicio y hormonas que empieza con un chequeo general por el que hay que apoquinar 3400 dólares (2360 euros) y al que se suman otros 700 euros al mes en cápsulas y pomadas cuyos principios activos son la hormona del crecimiento, testosterona y esteroides con una larga lista de efectos secundarios. En 2008, la farmacéutica GlaxoSmithKline desembolsó 500 millones de euros para comprar el laboratorio de David Sinclair, el investigador que descubrió las propiedades del resveratrol, una enzima presente en el vino tinto que ralentiza nuestro reloj biológico, aunque los últimos ensayos revelan que puede causar daños renales.
Y ahora un test español (cuyo coste ronda los 450 euros) «lee» la edad de nuestras células. Ha sido diseñado por María Blasco, directora del Centro Nacional de Enfermedades Oncológicas (CNIO) y cofundadora de Life Length, la compañía que lo comercializa. Si un vistazo al ADN servía para conocer el riesgo de padecer cáncer, alzhéimer y otras enfermedades, esta nueva prueba va un paso más allá y examina los telómeros, una especie de contadores en los cromosomas que indican el número de veces que nuestras células pueden dividirse aún y que, en teoría, nos dirá cuánto nos queda de vida.
Sabemos que el ser humano está programado para vivir, como mucho, 120 años, lo máximo que las células tienen de garantía de fábrica. Por muy sanos que estemos, moriremos cuando un número suficiente de células se agoten. El envejecimiento sería una obsolescencia programada como la de cualquier lavadora. La buena noticia es que este proceso podría detenerse «rellenando» los telómeros. La mala es que algunos experimentos sugieren que las células así reactivadas se vuelven tumorales.
Pero es ingenuo pensar que todos los años que vivamos de propina los disfrutaremos con salud. Un estudio del Centro de Geriatría de la Universidad del Sur de California concluye que la tasa de vida saludable (sin enfermedades) de la población se ha reducido durante la última década. Se vive más, pero con más achaques. Y muchos de los que -se apuntan- a la «amortalidad» pueden desfondarse y acabar siendo muertos vivientes, zombis que habrán prorrogado su longevidad, pero no su vitalidad. La gran incidencia de las demencias seniles es solo un botón de muestra, con el alzhéimer afectando ya a un 8 por ciento de la población mayor de 65 años. Parafraseando a Kennedy, no se trata de añadir nuevos años a la vida, sino nueva vida a esos años.
Suzanne Moore, columnista del Daily Mail, es escéptica. «Nunca nos hemos preocupado tanto por envejecer y nos han preocupado tan poco nuestros mayores. A los veinteañeros se les vende cremas antiarrugas. La gente anciana, mientras tanto, se pudre en hospitales y residencias, o se les acusa de estar «bloqueando» camas y se les manda a casa... La palabra «pensionista» pasará a la historia porque nadie tendrá una pensión. El que posea una casa tendrá que venderla para pagarse sus medicinas y sus gastos médicos», vaticina. Controversias aparte, parece claro que la sociedad está reescribiendo las reglas de cómo debe ser la vida a los 50 y más allá, apunta Mayer. «Aceptar la vejez no es malo. Significa apreciar la sabiduría que has ido acumulando y sentirse cómodo con tus arrugas. Y los «amortales» con frecuencia se vuelven depresivos y se enfadan cuando se ven obligados a afrontar la realidad».
Los «amortales» tienen una peligrosa costumbre: confían tanto en la ciencia que creen que ella los librará de las consecuencias de la edad. En Estados Unidos se han popularizado tratamientos de choque como el que ofrece Cenegenics: una combinación de dieta, ejercicio y hormonas que empieza con un chequeo general por el que hay que apoquinar 3400 dólares (2360 euros) y al que se suman otros 700 euros al mes en cápsulas y pomadas cuyos principios activos son la hormona del crecimiento, testosterona y esteroides con una larga lista de efectos secundarios. En 2008, la farmacéutica GlaxoSmithKline desembolsó 500 millones de euros para comprar el laboratorio de David Sinclair, el investigador que descubrió las propiedades del resveratrol, una enzima presente en el vino tinto que ralentiza nuestro reloj biológico, aunque los últimos ensayos revelan que puede causar daños renales.
Y ahora un test español (cuyo coste ronda los 450 euros) «lee» la edad de nuestras células. Ha sido diseñado por María Blasco, directora del Centro Nacional de Enfermedades Oncológicas (CNIO) y cofundadora de Life Length, la compañía que lo comercializa. Si un vistazo al ADN servía para conocer el riesgo de padecer cáncer, alzhéimer y otras enfermedades, esta nueva prueba va un paso más allá y examina los telómeros, una especie de contadores en los cromosomas que indican el número de veces que nuestras células pueden dividirse aún y que, en teoría, nos dirá cuánto nos queda de vida.
Sabemos que el ser humano está programado para vivir, como mucho, 120 años, lo máximo que las células tienen de garantía de fábrica. Por muy sanos que estemos, moriremos cuando un número suficiente de células se agoten. El envejecimiento sería una obsolescencia programada como la de cualquier lavadora. La buena noticia es que este proceso podría detenerse «rellenando» los telómeros. La mala es que algunos experimentos sugieren que las células así reactivadas se vuelven tumorales.
Pero es ingenuo pensar que todos los años que vivamos de propina los disfrutaremos con salud. Un estudio del Centro de Geriatría de la Universidad del Sur de California concluye que la tasa de vida saludable (sin enfermedades) de la población se ha reducido durante la última década. Se vive más, pero con más achaques. Y muchos de los que -se apuntan- a la «amortalidad» pueden desfondarse y acabar siendo muertos vivientes, zombis que habrán prorrogado su longevidad, pero no su vitalidad. La gran incidencia de las demencias seniles es solo un botón de muestra, con el alzhéimer afectando ya a un 8 por ciento de la población mayor de 65 años. Parafraseando a Kennedy, no se trata de añadir nuevos años a la vida, sino nueva vida a esos años.
Suzanne Moore, columnista del Daily Mail, es escéptica. «Nunca nos hemos preocupado tanto por envejecer y nos han preocupado tan poco nuestros mayores. A los veinteañeros se les vende cremas antiarrugas. La gente anciana, mientras tanto, se pudre en hospitales y residencias, o se les acusa de estar «bloqueando» camas y se les manda a casa... La palabra «pensionista» pasará a la historia porque nadie tendrá una pensión. El que posea una casa tendrá que venderla para pagarse sus medicinas y sus gastos médicos», vaticina. Controversias aparte, parece claro que la sociedad está reescribiendo las reglas de cómo debe ser la vida a los 50 y más allá, apunta Mayer. «Aceptar la vejez no es malo. Significa apreciar la sabiduría que has ido acumulando y sentirse cómodo con tus arrugas. Y los «amortales» con frecuencia se vuelven depresivos y se enfadan cuando se ven obligados a afrontar la realidad».
Por Carlos Manuel Sánchez from xlsemanal.finanzas.com 11/09/2011
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