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Misrata tiene una más que aceptable infraestructura sanitaria y numerosos médicos. Sin embargo, al principio de la ofensiva militar de Muamar el Gadafi contra esta ciudad libia, a mediados de marzo, faltaban especialistas por todas partes. “El 80% de los médicos son mujeres, y no iban a trabajar”, explica el doctor Mohamed el Fortía, director del principal hospital. “Se quedaron en casa. Y fue un gran problema, porque aunque teníamos cubiertas las urgencias, el resto de las consultas, sobre todo en ginecología, se suspendieron”. ¿Qué pasaba con las médicos de Misrata? ¿Falta de compromiso? No, aclara El Fortía. Tradición social. “No es posible que las mujeres salgan de casa en una situación de guerra. Las familias nunca lo permitirían”.
Este episodio refleja la paradoja que vive la mujer en Libia. Hay igualdad de derechos, el acceso a la educación está garantizado (de hecho, hoy hay más alumnas que alumnos en la universidad), por todas partes hay buenas profesionales… Pero la fuerza de la tradición hace que la mujer esté sujeta a los padres o a los maridos y tenga escaso protagonismo en la vida pública.
Esto ha quedado patente en la formación de las autoridades rebeldes. Las mujeres, muy presentes en la revolución que arrancó el 17 de febrero, han desaparecido de la escena casi por completo: apenas hay cinco entre el medio centenar de miembros del Consejo Nacional de Transición, una especie de Parlamento que reúne a representantes de todas las poblaciones liberadas. Y solo una de los 16 carteras del Gobierno provisional está ocupada por una mujer, Hania el Gumati, encargada de Bienestar Social.
Hay, como la analista Molly Tarhouni, quienes restan importancia a la ausencia de mujeres en el liderazgo político de la nueva Libia: se trata, dicen, de estructuras transitorias, muy condicionadas por la presión de la guerra.
“Yo en cambio sí creo que es un motivo de preocupación”, señala la juez Naima Yibril. “Vivimos en una sociedad de hombres, y si bien es cierto que hay muchas mujeres profesionales, siempre están ausentes de la toma de decisiones políticas. Es un problema de mentalidad. Las propias mujeres se automarginan, se consideran en una situación de debilidad y se arropan con la protección de los hombres… Claro, es lo más cómodo. Pero hay que aprender a dar la batalla”.
La juez Yibril la lleva dando mucho tiempo, desde los años sesenta, época en la que arranca en Libia el movimiento de liberación femenina y se consagran los derechos civiles de la mujer, como la educación, el trabajo o el sufragio, que se aprueba en 1963.
Al llegar al poder, en 1969, el coronel Gadafi hizo suya la causa de la igualdad de sexos, pero de una manera muy sui géneris. En su inclasificable Libro Verde, Gadafi afirma que la discriminación contra la mujer es “un acto de opresión sin justificación”. Pero si existen hombres y mujeres, añade, es porque cada uno tiene un papel. Las diferencias biológicas determinan la función en la vida. Y la función femenina es la maternidad. Por eso Gadafi abomina del aborto, la contracepción y las guarderías, que compara con granjas de pollos. “Las modernas sociedades industriales, que han hecho que las mujeres se adapten al mismo trabajo físico que los hombres a expensas de su feminidad y de su papel natural en términos de belleza, maternidad y serenidad, son materialistas e incivilizadas”, escribe. “Imitarlas es estúpido y peligroso para la civilización y la humanidad”.
Ese criterio no privó a Gadafi, sin embargo, de crear una escuela militar para mujeres y de rodearse de guardaespaldas femeninas. “Lo que pasa es que a Gadafi le gustan mucho las mujeres, que es distinto”, comenta Yibril. “Es cierto que promulgó el código de familia, entre otras normas, pero era el signo de los tiempos…”
Cuesta imaginar que Bengasi o Darna fueran la cuna del movimiento feminista libio. Hoy, en esas ciudades de la Cirenaica las mujeres han desaparecido de los espacios públicos. Si acaso, pasean al atardecer con los maridos y los hijos por los parques o por el malecón. Cuando participan en las manifestaciones, siempre marchan detrás de los hombres. Raras veces viajan solas, y menos sin el permiso de los varones de la familia.
El hiyab (pañuelo) en la cabeza es la norma. Pero también prolifera ya el niqab, el velo negro que apenas deja una apertura para los ojos. “Hace dos años no existía, y ahora es la gran moda”, explica Naima Yibril. “Es un claro retroceso que tiene mucho que ver con la influencia creciente del islamismo, de los Hermanos Musulmanes, que arraigaron en los años noventa, sobre todo entre la gente más pobre y menos educada. Ellos empezaron a presionar para cubrir a la mujer, volver a recluirla en la casa como su espacio natural y a limitar su formación educativa. Y el mensaje ha ido calando poco a poco”.
El nivel social es determinante. La poligamia, aún frecuente en los estratos más bajos, es casi residual en las clases más acomodadas y, sobre todo, más cultivadas. Los jóvenes que acceden a la universidad suelen escoger sus propias parejas, mientras que las familias con menos formación siguen concertando los matrimonios, que solo se celebran, eso sí, con el consentimiento de los interesados.
A pesar de no ostentar cargos de responsabilidad visibles, las mujeres, sobre todo las más jóvenes, están trabajando muy activamente en la revolución. “Durante el régimen gadafista nunca se me hubiera ocurrido participar en un acto político, no solo porque no estaba de acuerdo, sino además porque las mujeres estaban mal vistas entre los hombres”, dice Anuar Tashani, una profesora de ciencias de Darna que ha creado un efervescente centro cultural con talleres de música, teatro y pintura para acoger a niños y jóvenes, que están sin clases desde febrero. “Ahora en cambio es distinto. Respiramos libertad. Y me siento tranquila”.
Lo mismo asegura Atem Shembesh, una estudiante de 17 años que sorprende no solo porque no lleva pañuelo, sino porque es de una modernidad un tanto inusitada en una ciudad como Bengasi (quizás no tanto en Trípoli, la capital). “Por primera vez puedo expresar lo que yo quiero, no lo que otros quieren que diga”, afirma Atem, que se emplea a fondo en el Berenice Post, uno de los nuevos periódicos que han brotando en la Libia libre, casi todos en manos de gente joven. “Lo fundamental, y es lo que intentamos impulsar desde aquí, es un cambio de mentalidad, no solo con respeto al papel de la mujer, sino respecto a otros muchos temas. Solo así podremos construir un nuevo país”.
Por Maite Rico from blogs.elpais.com 15/06/2011
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