lunes, 2 de mayo de 2011

El bulo se convierte en el quinto poder

Foto from knowyourenemies.blogspot.com

Millones de norteamericanos han creído las mentiras orquestadas por Trump acerca del origen de Obama - ¿Puede la democracia acabar siendo rehén de políticos y periodistas sin escrúpulos?
El magnate Donald Trump tiene muchos motivos para sentirse orgulloso de haber conseguido que el presidente Obama haya tenido que hacer pública su partida de nacimiento. Al menos, tantos como para que se extienda la preocupación entre los ciudadanos comprometidos con el sistema democrático. Trump ha logrado, en efecto, que la telebasura fuerce una decisión al máximo dirigente del país más poderoso del mundo, algo que, hasta el momento, era patrimonio de la prensa de referencia. Pero esto es solo la parte visible, casi anecdótica, de una realidad que ha ido fraguándose a lo largo de las últimas décadas, y que afecta a la naturaleza y a las relaciones de la política y del periodismo.
Acosado por la evidencia de que un elevado porcentaje de norteamericanos da crédito al infundio de que no ha nacido en Estados Unidos, Obama se ha visto forzado a exhibir el documento que demuestra lo contrario. Solo en apariencia se trata de un caso más en el que la vida privada salta al ámbito público, en la estela de lo que sucede en tantos programas anodinos emitidos por las televisiones de todos los países. La astucia de Trump ha consistido en encontrar un punto de contacto entre ambas esferas, a partir del cual un asunto personal adquiere una extraordinaria relevancia. Si Obama no hubiera nacido en Estados Unidos, según ha dado a entender el magnate, su acceso a la Casa Blanca sería resultado de un fraude y, por tanto, su presidencia sería ilegítima.
La oposición que cabría hacer a Obama no guardaría, entonces, ninguna relación con las políticas que pretende llevar a cabo, sino con el hecho mismo de que se siente en el Despacho Oval. De imponerse el infundio de Trump, daría igual lo que Obama hiciera o no hiciera; lo que estaría en cuestión es su derecho a tomar ninguna decisión y la obligación de los norteamericanos a obedecerla. El desafío de Trump era de tal naturaleza que el presidente de Estados Unidos no disponía de otro margen que hacer pública su partida de nacimiento. No para salvar su presidencia, sino la estabilidad del sistema democrático norteamericano. Porque, ¿cómo hubiera podido el vicepresidente, Joe Biden, suceder a un impostor si él habría sido el primero, junto al Partido Demócrata, en dejarse engañar?
La argucia de Trump valiéndose de la telebasura como instrumento no habría prosperado si, por otra parte, no hubiera encontrado un caldo de cultivo propicio en la sociedad norteamericana. El hecho de que un negro llegara a la presidencia de Estados Unidos por primera vez en la historia llenó de esperanza a muchos ciudadanos, que vieron ahí la prueba de que el sistema democrático era capaz de cumplir con una de sus principales premisas, la igualdad ante la ley. Otros ciudadanos, en cambio, entendieron que el desprestigio del racismo les impedía expresar abiertamente su contrariedad, obligándoles a buscar disfraces más o menos respetables para su rechazo visceral a ser gobernados por un negro. En unos momentos en los que, siempre vivo el recuerdo de los atentados del 11 de septiembre, la islamofobia estaba a la orden del día, el segundo nombre de pila del presidente Obama, Husein, habitual en la tradición musulmana, sirvió de coartada para poner en cuestión su compromiso con la lucha contra Al Qaeda. El infundio sobre su lugar de nacimiento, propalado por Trump, cambiaba de argumento pero no de propósito, apelando, además, a un hecho objetivo, como es el precepto constitucional que fija las condiciones para ser presidente de Estados Unidos, y no una valoración subjetiva sobre la determinación de Obama en la lucha antiterrorista.
Estas insidias contra el presidente norteamericano están, sin duda, dictadas por el racismo. Pero no porque se dirijan contra un negro, sino por el sobrentendido del que parten. Lo que venían a sostener quienes dudaban del compromiso de Obama en la lucha contra Al Qaeda por llamarse Husein, lo mismo que Trump al arrojar sospechas sobre su lugar de nacimiento, es que solo quienes llevan nombres cristianos y son blancos tienen acreditada su condición de norteamericanos. El resto, ese resto al que pertenece el presidente Obama, están obligados a probarla en toda circunstancia, sobre todo si adquieren una destacada posición. Este sobrentendido, esta concepción implícita de en qué consiste ser norteamericano, es lo que ha permitido a ciudadanos como Trump presentar como defensa de la democracia y de las leyes lo que, en realidad, es una agresión inspirada por el racismo.
En contra del lugar común extendido durante los últimos años, la política democrática siempre ha necesitado de la propaganda, no solo ahora que las nuevas tecnologías contribuyen a difundir los mensajes a escalas históricamente desconocidas. Hasta fecha reciente, los partidos con probadas credenciales democráticas disponían de un servicio de propaganda al que no evitaban llamar con ese nombre. Lo que ha cambiado ha sido la sustancia de lo que hoy se quiere publicitar. Para recabar el apoyo de los ciudadanos a un programa político es imprescindible que lo conozcan, y la propaganda es y ha sido en todo momento el medio para lograrlo. Resulta hasta cierto punto secundario que se utilice a un pregonero o las herramientas que ofrece Internet.
La obligación de añadir el adjetivo veraz al sustantivo propaganda no es consecuencia de que la propaganda sea de por sí un instrumento maléfico, sino del uso maléfico que se ha hecho de ella, hasta cargarla de un sentido peyorativo que no tenía en sus orígenes. Como simple medio dirigido a un fin, la propaganda puede revelar ideas novedosas y verdades incontestables cuyo conocimiento conviene generalizar, pero puede también propalar infundios como el de Trump. Y puede, además, utilizarse al servicio de la siniestra estrategia de que una mentira repetida hasta el infinito se convierte en una verdad, llevada al extremo por los regímenes totalitarios del siglo XX. Por descontado, el triunfo de Trump y la telebasura sobre el presidente de Estados Unidos es resultado de que, en el siglo XXI, no todos los ciudadanos, ni todos los medios de comunicación, ni todos los partidos han renunciado a la estrategia de convertir una mentira en verdad a fuerza de repetirla. Pero, una vez más, Trump ha necesitado de un caldo de cultivo propicio, en esta ocasión alimentado desde los partidos.
Desentendiéndose de la especificidad del discurso político y adoptando, acto seguido, las técnicas de la publicidad, a la que confunden con la propaganda, los partidos han empezado a mostrar mayor interés por dar a conocer sus programas de manera atractiva antes que por explicarlos de forma adecuada al fin para el que debían servir, que es permitir a los ciudadanos optar entre alternativas políticas diferentes. Se trata de venderles un programa más que de persuadirlos de su rigor y su vialidad. En esta escala de degradación, los partidos pronto llegaron a la convicción de que, tan importante como el programa, era el líder, reducido al papel de vendedor de productos políticos. Y, al igual que el comercio de proximidad presenta ventajas respecto de las grandes superficies, los partidos han comenzado a operar con la idea de que un líder cercano, del que se conocen los detalles íntimos tanto como los clientes pueden conocer los del tendero del barrio, es preferible a un líder solvente que esté al corriente del funcionamiento del Estado y de la realidad sobre la que aplicará sus ideas y proyectos.
Si la conexión entre esta forma de entender la política democrática y la telebasura ha tardado en producirse ha sido, simplemente, por la vigencia de prejuicios estéticos más que la firme convicción de que pertenecen a dos universos ciudadanos diferentes, incluso opuestos. Primero con timidez y después con el desparpajo de quienes están convencidos de que se debe recurrir a todos los medios, salvo los manifiestamente ilegales, para ganar unas elecciones, los dirigentes políticos han ido aceptando comparecer en emisiones de telebasura. La dignidad a la que ellos renuncian se va trasvasando a los programas en los que participan, que, de esta forma, están cada vez en mejores condiciones de hacer lo que hasta ahora estaba reservado a la prensa de referencia, que es contribuir a forjar la agenda pública y a propiciar decisiones dentro de ella. Quizá en España no exista todavía el Donald Trump capaz de hacer que un líder político tenga que exhibir su partida de nacimiento o cualquier detalle de su vida privada, pero existen medios y profesionales de la comunicación que, partiendo de un hecho propio de la sección de sucesos, han logrado forzar debates parlamentarios sobre el trato a los culpables de delitos excepcionales de puro monstruosos e, incluso, cambios apresurados en el código penal.
Entretanto, el propio concepto de prensa de referencia ha ido desdibujándose. Compartir el espacio periodístico con radios, televisiones y publicaciones que, gracias a las formidables audiencias que convoca el morbo o el sensacionalismo, alcanzan las mayores cotas de rentabilidad, alimenta la tentación de no pocos medios a escorarse hacia ese terreno. Sobre todo cuando, como ahora sucede, están perdiendo su monopolio clásico sobre la información y la opinión políticas a consecuencia de que los líderes y los partidos no le hacen ascos a aparecer en cualquier medio de comunicación, independientemente, no de cuál sea su tendencia, que es algo legítimo, sino su naturaleza, de referencia o sensacionalista.
La lógica que parece haberse instalado entre la política y el periodismo, de la que Donald Trump no sería más que un alarmante síntoma, apunta en la peor dirección para la salud del sistema democrático, si no para su propia continuidad. El problema del sensacionalismo en los medios de comunicación no es nuevo ni responde a la extensión de las nuevas tecnologías; lo que es radicalmente nuevo es el terreno que ha ido conquistando a la política y al periodismo por la vía de difuminar la frontera entre la información y la opinión entendida como servicio público o como mero entretenimiento. En la primera concepción rige un deber de responsabilidad que no existe en la segunda, y que es lo que explicaría el que, a fuerza de intentarlo, un personaje como Trump haya realizado el más pavoroso descubrimiento de su carrera. Según ha demostrado el magnate, un asunto de la vida privada de Obama, aireado en la telebasura como información y no como entretenimiento, es capaz de saltar al ámbito público y, en caso de prosperar, provocar una devastadora desestabilización del sistema político en Estados Unidos.
Henchido por su proeza, Trump ha hecho mucho más que anunciar su propósito de exigir al presidente Obama la presentación de su expediente académico, para seguir con el entretenimiento. Si hay que dar crédito a las palabras y a los medidos silencios del magnate, su intención sería presentarse como candidato del Partido Republicano a las próximas elecciones presidenciales. Si llegara a cumplir cuanto de momento sólo insinúa, el eslogan de su campaña coincidirá, indefectiblemente, con el que le aconsejen los expertos en publicidad. Pero la terrible sentencia que habrá ejecutado contra el sistema democrático se resume en pocas palabras: la telebasura al poder.
Un precedente en la Edad Media
La España del siglo XV y los Estados Unidos del siglo XXI tienen poco que ver. Tan poco que ver como Juana la Beltraneja y Barack Obama. Y, sin embargo, hay episodios que unen todos los cabos, como el infundio del magnate Donald Trump acerca de la ilegitimidad del presidente norteamericano en razón de su nacimiento. Trump ha manejado el asunto de la misma forma que los partidarios de Isabel la Católica hicieron con la filiación de la princesa Juana, hija de Enrique IV. Deseosos de que Isabel ocupara el trono a la muerte de su hermano, difundieron la especie de que Juana era hija de don Beltrán de la Cueva. Era la carambola dinástica que necesitaban para ver cumplidos sus propósitos, y con el fin de provocarla no dudaron en utilizar a los cronistas de la época como en estos días, más de cinco siglos después, Trump se está valiendo de la telebasura. Corrieron la especie de que Enrique IV era impotente, recurriendo a la estrategia de que una mentira repetida se convierte en verdad.
Nadie se refirió a esas crónicas como basura, según se hace hoy con ciertas emisoras de televisión. Pero su función en manos de los partidarios de Isabel no fue distinta de los programas en los que aparece Donald Trump. Como los cronistas de Isabel, la telebasura de Trump se propone derrocar a quien tiene la legitimidad para ocupar el poder, por más que en el caso de Obama derive del voto de los ciudadanos y no de las normas dinásticas, como sucedía con doña Juana.
Es difícil saber qué habría ocurrido si esta hubiera accedido al trono, aunque tal vez se hubiera evitado la guerra civil; lo cierto es que, bajo el reinado de Isabel, se estableció la Inquisición y se expulsó a los judíos. También se incorporó a Castilla el reino musulmán de Granada y se construyó el imperio español.
Más de cinco siglos después de aquellos hechos la historiografía todavía discute sobre cómo valorar el reinado de Isabel, enredada en la dificultad de distinguir la realidad de la propaganda. De lo que se habla mucho menos es de la condición de usurpadora de Isabel, con independencia de los aciertos o los errores de su reinado. Seguramente, Donald Trump no llegará nunca a la presidencia de Estados Unidos. Pero no deja de resultar sorprendente que, si se produjera esa catástrofe, tendría en la reina católica un extravagante precedente.
Por JOSÉ MARÍA RIDAO from elpais.com  01/05/2011

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