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Nuestros errores y no la razón, son lo que nos enseñan quiénes somos
¿Por qué es tan divertido tener la razón? Es un placer, y a diferencia de muchas otras delicias de la vida, como surfear, besar o comer chocolate, no tiene ninguna línea principal a nuestra bioquímica.
Pero la emoción de tener la razón es innegable, universal y no discierne. Ya sea en la apuesta de la política extranjera o en el caballo nacional, somos igualmente capaces de regodearnos.
Tampoco importa el tema; nos da el mismo gusto tener la razón al identificar un ave que la orientación sexual de un colega. Algo extraño es que somos perfectamente capaces de sentir satisfacción al tener la razón aunque sea por cosas desagradables: un mercado bajista, el fin de la relación de un amigo o haber estado caminando en la dirección equivocada durante 15 minutos.
Al igual que la mayoría de las experiencias placenteras, la verdad no es algo disfrutable todo el tiempo, pero siempre hay una ansiedad que refleja nuestro deseo de estar en lo correcto.
Sin tomar en cuenta estos lapsos y reparos, nuestro gusto indiscriminado por tener la razón se combina con un sentimiento casi absoluto de que tenemos la razón.
Este sentimiento aparece en primer plano en algunas ocasiones, como cuando discutimos, y otras veces es un telón de fondo psicológico. La mayoría de nosotros asumimos que básicamente tenemos la razón todo el tiempo y sobre todo, ya sean nuestras convicciones intelectuales y políticas, creencias religiosas y morales; juicios sobre la gente, memorias y recuerdos.
Por muy absurdo que suene, parecería que creemos que nuestro estado natural es la omnisciencia.
Los grandes momentos de razón puestos juntos representan tanto las dificultades de los esfuerzos humanos como la fuente de las pequeñas dichas. Afirman nuestra creencia de ser listos, competentes, confiables y a tono con nuestro ambiente. Lo más importante es que nos mantienen vivos.
De forma individual y colectiva, nuestra existencia depende de nuestra habilidad por llegar a conclusiones precisas sobre el mundo. La experiencia de tener la razón es imperativa para nuestra supervivencia, gratificante para nuestro ego y en general es una de las satisfacciones más baratas de la vida.
Pero lo más interesante no es cómo nos deleitamos al tener la razón, sino lo opuesto: cómo pensamos culturalmente acerca del error y cómo, de forma individual, lidiamos cuando nuestras convicciones colapsan.
Solemos ver la equivocación como algo raro, una aberración inexplicable del orden normal de las cosas. Nos hace sentir tontos y avergonzados. Como un examen lleno de correcciones en rojo, estar equivocados nos hace encogernos en nuestro asiento; hace que nuestro corazón se hunda y nos dé urticaria en la cabeza.
En el mejor de los casos es una molestia; en el peor, una pesadilla, pero a diferencia de la emoción de tener la razón, experimentamos nuestros errores como desalentadores y penosos.
Y todavía se pone peor: En la imaginación colectiva, errar está asociado no sólo a la vergüenza y a la estupidez, sino también a la ignorancia, indolencia, psicopatología y degeneración moral.
Este conjunto de asociaciones fue resumido por el científico cognitivo italiano Massimo Piattelli-Palmarini, quien dijo que nos equivocamos por (entre otras cosas), “falta de atención, distracción, falta de interés, mala preparación, estupidez genuina, timidez, fanfarronería, desequilibrio emocional, prejuicios ideológicos, raciales, sociales o chauvinistas, así como instintos agresivos”.
Es así como nuestros errores se convirtieron en evidencia de nuestras fallas sociales, intelectuales y morales más graves.
De todas las cosas en las que estamos equivocados, esta idea del error puede encabezar la lista: estamos equivocados sobre lo que significa estar equivocados.
Lejos de ser una señal de inferioridad intelectual, la capacidad de errar es crucial para la cognición humana. Lejos de ser una falla moral, es inextricable de algunas de nuestras cualidades más humanas y honorables. Lejos de ser una marca de indiferencia e intolerancia, el error es una parte vital de cómo aprendemos y cambiamos. Gracias al error modificamos nuestro entendimiento de nosotros mismos y enmendamos nuestras ideas sobre el mundo.
Dada esta centralidad tanto para el desarrollo emocional como intelectual, el error no debería ser una vergüenza y no puede ser una aberración. Al contrario. Como dijo alguna vez Benjamin Franklin: “la historia de los errores de la humanidad, considerando todo, es más valiosa e interesante que sus descubrimientos”.
Él sentía que a través de nuestros errores “el alma tiene espacio para crecer, para mostrar todas las facultades inagotables y todas sus extravagancias bellas, interesantes y absurdas”.
La actitud más saludable y productiva que podemos tener frente al error debe tomar como base la propuesta de Franklin, que por muy desorientador, difícil o humillante que puedan ser nuestros errores, la equivocación, y no la razón, nos enseña quiénes somos.
Por Kathryn Schultz from CNN.com 29 de mayo de 2011
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