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Vivimos en una época en la que el principio aristocrático ha caído en el descrédito más absoluto.
El “democratismo”, esto es, la democracia como proyecto y finalidad última del género humano, y el socialismo, se han llevado por delante buena parte de las instituciones aristocráticas y monárquicas. La Iglesia Católica es uno de los pocos cuerpos aristocráticos que se mantiene en pie, aunque extraordinariamente debilitado por los embates de sus enemigos y carcomido por las contradicciones internas desencadenadas por la herejía modernista y el Concilio Vaticano II. Las monarquías que todavía permanecen en pie en Europa lo hacen en el seno de regímenes parlamentarios, y sus titulares poseen facultades que se han visto reducidas a lo simbólico y protocolario. La democracia, que puede facilitar la llegada al poder de tiranos como Hitler o Chávez, ha pasado a ser el modelo de relación social por excelencia, así como un mecanismo para expandir los poderes del Estado ad infinitum. En efecto, imbuidos de un espíritu rabiosamente jacobino y revolucionario la mayoría de los Estados modernos y de sus respectivas intelligentsias no sólo reivindican la democracia como un valor en sí mismo, sino que pretenden imponerla, en todos los ámbitos sociales, económicos y políticos, vulnerándose en el proceso derechos individuales paradójicamente consagrados en las Constituciones liberales vigentes en esos países.
Hoy en día, lo aristocrático y lo monárquico remiten indefectiblemente al Antiguo Régimen, a la sociedad estamental, a los privilegios y a la propiedad en régimen de manos muertas. En el caso español, ambos conceptos se asocian con el absolutismo y más concretamente con el tradicionalismo, esto es, la derecha no liberal, que libró tres guerras contra el Estado surgido del pacto entre la reina gobernadora María Cristina de Borbón y los liberales moderados. Existe en la actualidad en el mundo desarrollado una aristocracia del dinero, cuyos integrantes son zaheridos con frecuencia por aquellos que siguen invocando, veinte años después de la caída del Muro de Berlín, el odio de clase, pero los vilipendios dirigidos contra ella no son tan extremos como los lanzados contra la aristocracia de nacimiento y el principio monárquico. Quizá porque la aristocracia financiera está perfectamente integrada en el Estado liberal (en realidad es un producto de éste) desde la segunda revolución industrial y ha aceptado de buen grado establecer vínculos clientelares con el Estado. La aristocracia de nacimiento, en cambio, y especialmente en su concepción aristotélica, es vista como algo periclitado e indeseable, incompatible con la soberanía popular.
Entre los órganos políticos esencialmente aristocráticos que todavía resisten la marea democratizadora destaca la Cámara de los Lores, la Cámara Alta del Parlamento del Reino Unido, aunque su conversión en un senado elegido por sufragio universal directo se producirá antes o después. En efecto, la Cámara de los Lores ha sido objetivo de sucesivas reformas desde 1911, que la han ido despojando de sus competencias legislativas y de sus atributos aristocráticos. La ley de 1999 aprobada por el Gobierno laborista de Tony Blair suprimía los escaños hereditarios y aunque permitía la existencia de algunos Lores vitalicios, prescribía la elección de parte de los integrantes de la Cámara por los partidos políticos, abriendo así la puerta a su politización.
El partido Liberal Demócrata concurrió a las últimas elecciones generales en el Reino Unido con la transformación de la Cámara de los Lores en un senado electivo como una de sus banderas electorales y es probable que dicha promesa se haga realidad en los próximos años, dado que los liberaldemócratas forman parte del Gobierno encabezado por el conservador David Cameron y prestan a éste un apoyo esencial en la Cámara de los Comunes.
Un órgano político que antaño fue esencialmente aristocrático y que en la actualidad ha perdido buena parte de ese carácter es el Senado de los Estados Unidos de América. Concebido en la Constitución como un órgano para la representación de los territorios integrantes de la Unión, sus miembros fueron designados hasta 1913 por las cámara legislativas de cada uno de los estados. A través de sus representantes en el Senado, los estados podían fiscalizar la labor del Gobierno federal. Pero la Decimoséptima Enmienda, aprobada en abril de 1913, estableció que los senadores pasarían a ser elegidos por voto popular directo, una medida destinada supuestamente a acabar con la corrupción de los senadores y a hacer del Gobierno de los Estados Unidos una institución más “democrática”, contraviniendo flagrantemente los argumentos expuestos en El Federalista. Como no podía ser de otra manera, la Decimoséptima Enmienda tuvo efectos deletéreos sobre la soberanía de los estados, incrementándose considerablemente tanto la injerencia del Gobierno federal como la corrupción y venalidad de los senadores. No obstante, el número de senadores por estado se mantuvo en 2, independientemente de la población del estado al que representaban, circunstancia que se mantiene en la actualidad, y que nos permite afirmar que el Senado de los Estados Unidos, aunque con miembros son elegidos por el pueblo, no es un órgano enteramente “democrático”.
No conviene olvidar que los Estados Unidos de América fueron fundados como una república aristocrática y que Alexander Hamilton, coautor de El Federalista y primer secretario del Tesoro, era monárquico y habría visto con buenos ojos investir a una suerte de estatúder como jefe del Estado. Todos los Padres Fundadores desconfiaban de la democracia, a la que identificaban con el gobierno de la turba. La elección presidencial en los Estados Unidos sigue siendo, en rigor, indirecta, ya que el Presidente es elegido por un colegio electoral compuesto por delegados de los estados. Estos delegados se comprometen a elegir al candidato con más votos populares en cada estado, pero técnicamente son libres de escoger a cualquier persona elegible para la magistratura presidencial. El colegio electoral es, pues, una pervivencia aristocrática. No es de extrañar que la progresía estadounidense sea partidaria de su abolición. El 29 de agosto de 2004, el New York Times pedía abiertamente en un editorial la supresión de este órgano, aduciendo que resultaba antidemocrático y que sobredimensionaba la influencia de los estados más pequeños.
La exhortación de este diario todavía no ha sido atendida, pero la abolición del colegio electoral no es urgente: los Estados Unidos de América dejaron de ser una república aristocrática hace casi 150 años, cuando se recurrió a la guerra para impedir la secesión de los Estados Confederados.
Por Pablo Guerrero from periodismoindependiente.es 05/11/2010
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