lunes, 25 de abril de 2011

Entender el Everest

Foto from dosisg.com.ar

La ceremonia budista logra que me sienta desnudo ante mi propio destino y empequeñecido.
Hoy hemos asistido en el campo base a la Puya, la ceremonia budista que con plegarias y ofrendas ruega protección a los dioses ante los peligros y las adversidades que toda escalada presenta. La tradición exige que la ceremonia se celebre antes de dar un paso hacia arriba y supone el punto inicial de la expedición. No soy especialmente creyente –aunque quizás sea más exacto decir que de momento no he llegado a ninguna conclusión definitiva y que simplemente intuyo que el secreto de la vida se sitúa en algún punto inconcreto entre Heisenberg, Einstein y Mozart–, pero debo reconocer que esta modesta ceremonia, al pie de las grandes montañas, consigue ponerme trascendente. Será por la solemnidad, por las inquietantes pausas, por el escenario tan abrumador –al aire libre, rodeados de las grandes montañas–, que todos nos recluimos en nuestros propios silencios. La ceremonia logra que me sienta desnudo ante mi propio destino y empequeñecido ante la constatación de que, por mucho que queramos, jamás seremos capaces de controlar nuestro futuro.
La mayoría de la gente no entiende qué es el Everest. Incluso muchos montañeros. Y en los últimos años se ha creado una enorme confusión en torno a lo que representa. Ante todo debo decir que es la montaña más majestuosa del mundo y en mi opinión la más bella. La perspectiva desde su vertiente sur, la nepalí, es la de una pirámide perfecta. Además he tenido la suerte de estar al pie de su imponente vertiente norte, de casi tres mil metros. Y luego está el Kangchung Face, la cara este, conocida como “la olvidada”, con sólo dos ascensiones. La grandeza del Everest es incuestionable, y va más allá de la del K2 y de las otras grandes montañas que he visitado. Pero es verdad que el hecho de ser la más alta la ha convertido en un foco de ambiciones dispares, a veces contrapuestas, y en consecuencia es el escenario de todo lo bueno y lo malo de los hombres. Pero todo ello no es culpa de esta montaña. Por lo tanto, es injusto hacer una valoración del Everest. Hay que valorar a los hombres que quieren poner sus pies en la cumbre.
Este año hay 23 expediciones por el lado sur, unos 500 alpinistas y sherpas. Todos venimos con intenciones y motivaciones diferentes, pues somos el resultado de historias distintas. Sería muy pretencioso juzgar a todos ellos, incluso a mis tres compañeros. Yo vengo a contar y a vivir mi historia particular, muy ligada a esta montaña. He estado ya cuatro veces en el Everest y todavía no he logrado pisar su cumbre. Siempre lo he intentado sin oxígeno artificial. Mi mejor intento fue en el 2000, cuando en un buen ataque llegamos al segundo escalón (8.650 m). El mal tiempo nos echó atrás, y ese lugar tan mítico –en el que posiblemente Mallory e Irvine se dieron la vuelta en 1924–, se ha convertido en el punto de la tierra donde he vivido el amanecer más alto y vislumbrado el sol más puro, justo por detrás del Makalu. Durante ese ataque coincidí con Edurne Pasaban, y recuerdo perfectamente la desbandada hacia abajo, muy confusa por el viento y el frío, y me vienen ráfagas de recuerdos, en los que se cruzaban nuestras miradas. También viví uno de los momentos más absurdos y aciagos de mi vida, cuando un alpinista danés tropezó ante mí con una simpleza terrorífica, dando tumbos a cámara lenta, tumbos inevitables hacia la fatalidad, hacia el abismo de la cara norte. Lo que más me sobrecoge de ese recuerdo es la lentitud y la contradictoria incapacidad por impedir que ese desconocido perdiera la vida delante de mí. Pero la experiencia más extraordinaria estará siempre ligada al corredor Hornbein de la cara norte. Esa magnífica ascensión de 1963, por ese precioso corredor directo a la cumbre, que lleva el nombre de sus ascensionistas, T. Hornbein y W. Unsoled, se convirtió en una romántica obsesión durante muchos años. Quizás sea porque el personaje es adorable, y porque la ruta directa que finaliza con el corredor Hornbein es la vía más esbelta del Everest, la intenté en dos ocasiones sin éxito, y a decir verdad, intuyo que será mi cuenta pendiente, ya para siempre. Todas las historias del alpinismo, buenas o malas, son siempre extraordinarias. Y ligada a esa vía, viví el momento más duro de mi vida, cuando Xavi Lamas perdió la vida ante nosotros. El destino quiso que en ese mismo lugar conociera a la que años más tarde sería uno de mis amores platónicos. ¡Qué tremenda circunstancia shakespeariana! Años más tarde, junto a mis amigos Alberto Iñurrategi y Juan Vallejo, alcanzamos los 8.400 metros en el mismo corredor, en un intento en estilo alpino. No había nadie más en todo el Everest. Vivimos cada paso con una emoción única e irrepetible. No me encontré bien y, antes de darme la vuelta a los 8.400, me saqué los guantes y toqué con mi propia piel las paredes de ese corredor.
Mientras el lama va rezando sus plegarias, pienso en los días vividos en el Everest. Intentaremos su ascensión sin oxígeno por su ruta original, la de 1953. Es una postura de respeto mutuo, entre esta montaña, de la cual estoy tan enamorado, y yo. Ella sabe que siempre lo he intentado con toda mi nobleza. Y no es justo que a todos se nos valore de la misma manera. Entender el Everest es saber discernir entre actores que comparten un mismo teatro. Hoy comienza la función, y deseo poner los pies encima de esa cumbre, de la manera más limpia posible, aunque ya no tenga ni la fuerza ni la destreza de mis anteriores intentos. Mallory, con respecto a las otras cumbres, escribió: “Such is the pre-eminence of the greatest”. Pues eso, por su grandeza, cambiaría todo mi currículum alpinístico, por poder hacerlo.
Por Ferran Latorre from lavanguardia.es 24/04/2011

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