Cuando se habla del romanticismo, la asociación entre amor y muerte es tan espontánea –o tan tópica- que el propio Museo Romántico de Madrid organizó hace unos años una magna exposición aunando de modo natural esos dos conceptos. Para el romántico el amor –la pasión- nos aproxima a la tumba. Según Larra, penas y pasiones (de amor, claro) han llenado más cementerios que médicos y necios, pues el amor mata, como matan la ambición y la envidia. El amor es un desasosiego, ansiado y temido al mismo tiempo. El amor puede ser el ideal que paradójicamente nos conduce al sin-vivir.
En esas condiciones, el ser amado genera sensaciones contradictorias: el enamorado no sabe si prefiere su presencia o su desaparición, pues en ambos casos le falta la plenitud a la que aspira. Las coordenadas son por tanto erotismo y necrofilia. Cuando no se llega a tanto se recala en la perversión: dolor y placer se confunden o son difícilmente disociables.
En una obra clásica, El Romanticismo español, dice Vicente Lloréns que los románticos no inventan nada sino que recrean una concepción del amor vinculado al sufrimiento y la muerte que tuvo su momento de esplendor en el pasado. Esa especie de mal de amores tiene su claro precedente en el mundo medieval, con los trovadores. No son casuales tantas concomitancias entre el universo romántico y determinados elementos del Medievo: castillos, fortalezas, aldeas, guerreros, monjes, monasterios, templos góticos, tumbas recónditas, ruinas y otros elementos de una Edad Media que, sobre todo en el teatro decimonónico, conforman un escenario medieval estereotipado, de cartón piedra. La necrofilia romántica, escribe Lloréns, revela significativos rasgos del pasado, al tiempo que delata concomitancias con otros autores: “Tálamo y tumba al mismo tiempo. Amor y muerte, unidos como en la poesía de la Edad Media. Como en Leopardi”.
Muerte dulce: el plácido sueño del sepulcro
Lejos de ser una broma macabra o una excesiva licencia poética, el epígrafe que antecede expresa una de las vertientes fundamentales de la necrofilia romántica. La acuñación está tomada casi literalmente de un verso de una famosa Rima de Bécquer: “¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte! / ¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!”. La muerte es calma, silencio, relajación, mientras que la vida es lucha constante. “Cansado del combate / en que luchando vivo, / alguna vez me acuerdo con envidia / de aquel rincón oscuro y escondido”, dice el poeta sevillano. La idea romántica de que la vida atribulada del hombre es el mal y la muerte el bien, la quietud ansiada, la expresa también con rotundidad el Duque de Rivas en una de las obras arquetípicas del romanticismo español, Don Álvaro o la fuerza del sino. El protagonista protesta, casi increpa a la Divinidad en su desesperación: “¡Dios eterno! / Con salvarme de la muerte, / qué grande mal me habéis hecho”. Luego rebaja el tono y dirige la agresividad hacia sí mismo, sin variar un ápice el planteamiento central: “¡Muerte es mi destino, muerte / porque la muerte merezco, / porque es para mí la vida / aborrecible tormento”.
Muerte piadosa frente a vida implacable. Así hace hablar Espronceda a la muerte: “Yo calmaré tu quebranto / y tus dolientes gemidos, / apagando los latidos / de tu herido corazón”. En el famoso Canto a Teresa de El diablo mundo repite la idea de la muerte dichosa frente a la desazón de la vida: “Y tú, feliz, que hallaste en la muerte / sombra a que descansar en tu camino”. Es curioso observar que en el fondo de estas composiciones late el sentido católico de la existencia, el sentimiento barroco y contrarreformista que se expresa en la vanitas del Eclesiastés: el mundo, la vida toda, vanidad de vanidades y solo vanidad. Esa concepción trascendente de la vida humana termina por aflorar explícitamente hasta en el atrevido Espronceda. Así, en El estudiante de Salamanca encontramos la lamentación postrera: “¡Ay! del que descubre por fin la mentira, / ¡Ay! del que la triste realidad palpó, / del que el esqueleto de este mundo mira, / y sus falsas galas loco le arrancó...”.
¿Qué ofrece en definitiva la muerte? Amor verdadero y para siempre. ¿Qué más puede pedir el romántico desengañado por los vaivenes de la fortuna y la impureza de la vida? Frente a los caprichos de los hados, las veleidades de la existencia o las dudas del ser amado, la muerte ofrece garantías incuestionables. Esto sí que es amor eterno. Es verdad que la muerte tiene mala prensa y muchos la temen… de modo infundado. En la Canción de la muerte Espronceda trata de desvanecer esos temores. En esa composición el poeta deja hablar a la muerte para que se presente como lo que es, la amante perfecta, comprensiva y compasiva: “Soy la virgen misteriosa / de los últimos amores, / y ofrezco un lecho de flores, / sin espina ni dolor, / y amante doy mi cariño / sin vanidad ni falsía; / no doy placer ni alegría, / mas es eterno mi amor”.
¿Puede extrañar por tanto que el romántico se detenga extasiado en contemplar tumbas y mausoleos o confiese su amor a los cementerios? En una de las Cartas desde la celda, Bécquer se demora en la descripción de una visita a un camposanto. No la necrópolis masificada y hasta caótica de las grandes ciudades, sino el recinto recoleto propio de las pequeñas poblaciones, que parece estar sumido en un sueño de siglos. Un paseo solitario por esos lugares en los que la muerte no causa perturbación a la vida y la vida se mantiene como de puntillas para no profanar el silencio de la muerte es como toda una lección de filosofía. Es verdad que el estado de ánimo del visitante no puede ser de exaltación pero… mejor así, dejarse llevar por una dulce melancolía, una plácida languidez que, en cierto modo, simboliza el tránsito entre vida y muerte.
Este solazarse en la tristeza constituye la quintaesencia romántica. Con un cierto deje de autocompasión, como expresa el propio Bécquer en unos conocidísimos versos: “Cuando la muerte vidrie / de mis ojos el cristal, / mis párpados aún abiertos, / ¿quién los cerrará? (…) Cuando mis pálidos restos / opriman la tierra ya, / sobre la olvidada fosa, / ¿quién vendrá a llorar?”. Llegados a este punto no caben engaños. Como dice con brutal sinceridad el refrán castellano, “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. O en términos becquerianos: “¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”.
La muerte amada puede tener un epílogo a primera vista sorprendente, pero de innegable coherencia desde una perspectiva distanciada. Tanto énfasis en la vida como sin-vivir puede llevar a una desesperación o, al menos, una impaciencia que recuerda el teresiano “muero porque no muero”. No estamos hablando solo de ideas o literatura. La tentación de acortar los plazos y aliviar el tránsito no era solo una ensoñación. Larra resolvió el dilema de modo expeditivo y se descerrajó un tiro en la cabeza. Hasta alguien tan conservadora como Rosalía de Castro coqueteaba con la idea del suicidio. El más famoso suicidio literario de la época lo realiza don Álvaro en la pieza teatral del Duque de Rivas con un toque nihilista: “¡Infierno, abre tu boca y trágame! Húndase el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destrucción…!” El pintor Leonardo Alenza trazó una Sátira del suicidio romántico que, reproducida en infinidad de ocasiones en libros y portadas, ha quedado como la expresión más certera de esta propensión romántica por los remedios expeditivos.
Sed de infinito, muerte heroica
La necrofilia romántica se inserta en planteamientos religiosos o filosóficos profundamente inscritos en nuestra cultura, esa concepción o sentido de la existencia que establece la vida como tránsito y la muerte como auténtica verdad. La vida no es otra cosa que un constante e imparable avance hacia la muerte, dice Espronceda en El estudiante de Salamanca: “Cada paso que avanzáis / lo adelantáis a la muerte”. En el fondo, vida y muerte se funden y confunden. Esa confusión termina despertando una atracción morbosa en el romántico que ansía encontrar en la vida los signos de la muerte y se deleita en ellos: de ahí los amores morbosos, la complacencia en la enfermedad, la fascinación hacia los símbolos que pueden revelar el mal agazapado (palidez, delgadez, ojeras, rostro demacrado).
El romántico pide siempre más a todo, empezando por la propia vida: más sentimiento, pasión, arrebato, placer..., pero con ello también más incertidumbre, angustia, agonía... El romántico expresa su anhelo nunca colmado de más, su sed de infinito. Rompe así el límite convencional entre la vida y la muerte. El romántico quiere penetrar en el más allá, saber lo que hay, conocer lo que le espera... Y si pretende que la vida se adentre todo lo posible en la muerte, de manera complementaria también quiere que la muerte invada la vida. Por ello sus fantasías están llenas de elementos sobrenaturales, visiones, apariciones, fantasmas, espectros, signos premonitorios. El esqueleto toma vida, de la misma manera que las tumbas se abren. Las delimitaciones convencionales entre vivos y muertos saltan por los aires.
Por ello el romántico prefiere la noche al día, las tinieblas a la claridad y el sueño a la realidad. Un sueño que se trueca en pesadilla, del mismo modo que la vida se vive caminando siempre sobre el filo de la navaja. La vida del romántico, lejos de ser convencional, pretende estar siempre al límite. De ahí también que le atraigan todos los elementos marginales, bandoleros, héroes, mendigos, prisioneros... Los elementos más excitantes de la vida son los que limitan peligrosamente con la muerte: el naufragio, la pérdida, el duelo, la batalla, el ajusticiamiento, la enfermedad, el suicidio. La escenografía romántica está en consonancia con todo ello. Tanto énfasis en la muerte hace que el romántico tienda a verla en más alta posición que la vida: la vida es vulgar en comparación con la muerte, sobre todo determinados tipos de muerte. La muerte heroica, por ejemplo. El héroe no es tal si no tiene una muerte grandiosa. La mitificación de la muerte es parte consustancial del sentimiento romántico. El universo romántico no está completo sin la muerte generosa, valiente y digna del militar, del político idealista, del aventurero, del genio. La muerte adquiere prestigio sobre todo cuando sucede en la flor de la edad, como sacrificio supremo, como acto de generosidad. El ejemplo más representativo de esta glorificación de la muerte y el héroe generoso que entrega su vida por un ideal es la famosísima composición de Espronceda a la muerte de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga -evento también popularizado por la pintura de género de la época-: “Hélos allí: junto a la mar bravía / cadáveres están ¡ay! los que fueron / honra del libre, y con su muerte dieron / almas al cielo, a España nombradía”.
No solo el militar. La muerte del genio, del escritor, del literato famoso también tiene su hueco en el panteón romántico. El suicidio de Larra tuvo por ello su aureola mítica y su entierro quedaría ligado para la posteridad al poema que le dedicó otro vate romántico que, desde el mismo momento de declamar aquellos versos ampulosos, tan del gusto del momento, gozaría del reconocimiento general. Nos referimos a José Zorrilla y aquella famosa oda que principia así: “Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana, / vano remedo del postrer lamento / de un cadáver sombrío y macilento / que en sucio polvo dormirá mañana”.
Muerte gloriosa, muerte ejemplar o, en su defecto, muerte digna como culminación de una vida loable. Modos y modelos de morir que el romanticismo político por un lado y el rampante nacionalismo por otro no podían dejar de utilizar para sus propios fines, en esta ocasión coincidentes en lo esencial: establecer un tipo de prohombre que con su sacrificio buscado o su entereza en el momento supremo mostrara al pueblo que la muerte podía ser algo muy superior a la vida.
Por: Por Rafael Núñez Florencio - EL PAÍS | 27 de marzo de 2014
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