La desigualdad entre regiones se agrava desde la reconversión de la cuenca
del Ruhr. Crece el temor a estallidos sociales en las ciudades olvidadas
La calle no tiene más salidas que sus dos embocaduras, cercadas por sendas vallas metálicas para que los burdeles no se vean desde fuera. Delimitan unos cientos de metros de acera y asfalto entre 19 edificios bajos con los números 17 al 46. El viernes por la tarde, merodeaban por la corta Flasshofstrasse 15 o 20 hombres pretendidos por docenas de mujeres que asomaban de los escaparates. Cuando se percataban de que no estaban ante un cliente, las prostitutas se quitaban la cara de interés y remitían a la “encargada”, que a su vez enviaba al curioso a otro “establecimiento”. “A lo mejor en el 41”, decía la del 17, estaba uno de los “propietarios”. Es el eufemismo local para los proxenetas. Otra se excusaba: “Hay mucho trabajo”. Pero sí, admitió, la milla roja de Oberhausen “tiene problemas muy serios”.
Desde la puerta de su prostíbulo deslizó la vista sobre la atareada calle y a las mujeres semidesnudas que, bajo una lluvia que no lava el olor del urinario de la valla norte, requerían con acentos diversos a los borrachos de siete de la tarde. Quizá viendo algo digno de conservarse, la madama añadió que la lucha contra un nuevo impuesto municipal a las casas de lenocinio es “una cuestión de supervivencia” para la economía de la Flasshofstrasse.
“Lo vamos a recaudar igual, en cuanto los jueces desestimen el recurso” interpuesto por los proxenetas, dice el jefe de las finanzas municipales. Admite sin empacho el concejal de Hacienda, Apostolos Tsalastras, que Oberhausen está arruinada y que necesita ingresos para sobrevivir. El socialdemócrata preferiría “que no hubiera prostitución, pero los lugares donde se ejerce legalmente pagarán el nuevo impuesto al trabajo sexual”. El dinero tampoco huele junto a las letrinas de la Flasshofstrasse. Tsalastras se promete entre “150.000 y 200.000 euros al año” y admite sonriendo que “es una minucia, comparado con los 10 millones que hemos tenido que recortar en gastos de personal municipal” hasta 2020. En Oberhausen había siete piscinas públicas, quedan tres. El teatro despidió a su orquesta. Con una deuda de alrededor de 8.000 euros por cada uno de sus 210.000 habitantes, una tasa del paro del 13% (casi el doble de la media nacional) y casi 30 años acumulando crédito sobre crédito, Oberhausen aparece en un reciente informe de la Fundación Bertelsmann como la ciudad más entrampada de Alemania.
Fue uno de los centros industriales de la gran conurbación del Ruhr, en Renania del Norte-Westfalia. De sus años de hollín y acero queda el Museo de la Industria, en el almacén de la acería Gutehoffnunfgshütte, que diseñó Peter Behrens hace 90 años. El declive industrial se precipitó hasta que, 1985, el Ayuntamiento emprendió una espiral de recortes que nadie ha sabido parar hasta hoy. Berlín, lamenta Tsalastras, no hace nada desde 2007. A la canciller Angela Merkel “le trae sin cuidado lo que no se interponga en su único propósito, que es conservar el poder”. En 50 años se han perdido más de 50.000 empleos.
Es un círculo vicioso: aumentan los impuestos y se pierde empleo, las cajas públicas ingresan cada vez menos, mientras aumenta el gasto social. El 85% de los parados son de larga duración. Muchos viven en la parte vieja de la ciudad, donde el 35% de los habitantes tiene origen inmigrante. La mitad de los niños de la zona vive por debajo del umbral de la pobreza.
Uno de los colegios en esa zona deprimida es el Elsa-Brändström, donde la directora Brigitte Fontein y el subdirector Uwe Bleckmann mostraban el viernes el salón de actos del imponente edificio antiguo: presenta enormes manchas negras en las paredes porque “no hay dinero ni para pintura”. Por no hablar del sistema de sonido, que “funciona cuando quiere, que es casi nunca”. Un defecto de aislamiento en los ventanales dobles permitió que creciera un moho que oscurece las aulas del edificio nuevo, feo y alto. En la puerta principal, una placa habla de la “renovación de las ventanas”, pagada en 2009 por un programa federal de reactivación económica. “Solo cambiaron las del primer piso”, sonreía Fontein. Con franco entusiasmo docente, Bleckmann describió acuciantes problemas por la falta de fondos y cómo el personal “trata de compensarlos con imaginación y creatividad”.
El Ayuntamiento replica a 500 metros el encanto crudo de la Estación Central y se levanta sobre el llamado Monte del Patíbulo. Ante el rótulo de la sala 103, el visitante desprevenido se admirará de que sea precisamente Apostolos Tsalastras, que conserva la nacionalidad griega heredada de sus padres inmigrantes, el encargado de lidiar con la indigencia presupuestaria de Oberhausen. Describe los problemas con precisión mientras jugaba con una terrina de crema para el café: para la Detroit de la primera potencia europea, “el auge económico ha pasado de largo”. Con un presupuesto de 720 millones, Oberhausen gasta 270 en ayudas sociales a familias, a parados o a ancianos. 50 millones se van solo en pagar intereses a los bancos.
No cree Tsalastras que se llegue a situaciones como la de Grecia y descarta una insolvencia como la de Detroit, “imposible por ley”, pero advierte de que “la paz social” de la que disfruta Alemania desde hace décadas “depende en gran medida de tareas que están en manos de los Ayuntamientos”. Si su penuria económica no se corrige y colapsan los sistemas sociales municipales, teme una explosión social como las que han sacudido desde hace décadas los suburbios franceses.
En la Fundación Bertelsmann, que pasa por liberal-conservadora, están de acuerdo. Su economista René Geissler identifica “un aumento drástico de la desigualdad” regional dentro de Alemania, donde “por ahora no hay exclusiones tan dramáticas como las de Chicago o París”, pero ciudades como Oberhausen se están convirtiendo en escombreras para los olvidados. Simplemente una subida de tipos de interés podría destruir al 25% de municipios alemanes ahogados por el endeudamiento. Geissler demanda medidas urgentes para aliviar la deuda y evitar “más miseria y auténticos guetos, que están hoy a la vuelta de la esquina”. En cinco años “podría ser demasiado tarde”.
Oberhausen tiene un aire gris, pero queda memoria de lo que fue y rescoldos de compromiso. El pedagogo retirado Reinhard S., sentado en un café de la destartalada Marktstrasse, se resiste a la decadencia de su ciudad. Su padre era fundidor en Gutehoffnungshütte y lo mandó a estudiar, como mandaban los cánones socialdemócratas de la época. Cerrada la empresa, cuyo nombre puede traducirse como Acería de la Buena Esperanza, vecinos como él se niegan a irse renunciando a esta última.
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