¿Qué daría por tener un chip en la retina que le permita ver en la oscuridad o por un implante coclear de próxima generación que lo deje escuchar cualquier conversación en un restaurante ruidoso? ¿O por un chip de memoria, conectado al hipocampo de su cerebro, que le permitiera recordar perfectamente todo lo que lee? ¿O por una interfaz implantada con Internet que traduzca automáticamente un pensamiento silencioso claramente articulado a una búsqueda en línea que procese la página de Wikipedia relevante y proyecte un resumen directamente a su cerebro?
¿Cree que es ciencia ficción? Quizás no por mucho tiempo más. Los implantes cerebrales hoy están donde se encontraba la cirugía láser para la vista hace unas décadas. Presentan riesgos y tienen sentido sólo para un grupo reducido de pacientes, pero son una señal de lo que viene.
A diferencia de los marcapasos, las coronas dentales o las bombas de insulina implantables, las neuroprótesis —aparatos que restablecen o suplementan las capacidades de la mente con electrónicos insertados directamente en el sistema nervioso— cambian la forma en que percibimos y nos desplazamos en el mundo. Nos guste o no, estos aparatos se vuelven parte de quiénes somos.
Las neuroprótesis no son nuevas. Se comercializan desde hace tres décadas, como los implantes cocleares usados en los oídos de más de 300.000 personas con problemas de audición en el mundo. El año pasado, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos aprobó el primer implante de retina, fabricado por la empresa Second Sight.
Ambas tecnologías explotan el mismo principio: un dispositivo externo, ya sea un micrófono o una cámara de video, captura sonidos o imágenes y las procesa, y utiliza los resultados para impulsar un grupo de electrodos que estimulan el nervio auditivo u óptico, aproximando el resultado que se produce naturalmente desde el oído o el ojo.
Otro tipo de implante que es usado por miles de pacientes con el mal de Parkinson en todo el mundo envía pulsos eléctricos al cerebro, activando algunas de las vías involucradas en el control motriz. Un electrodo delgado se inserta en el cerebro a través de una pequeña apertura en el cráneo; se conecta con un cable que lleva a una batería debajo de la piel. El efecto es reducir o incluso eliminar los temblores y el movimiento rígido que son síntomas tan prominentes del Parkinson (aunque el aparato no detiene el avance de la enfermedad). Se realizan pruebas experimentales para comprobar la eficacia de ese tipo de "estimulación cerebral profunda" para tratar otras enfermedades.
La estimulación eléctrica también puede mejorar algunas formas de memoria, como mostraron el neurocirujano Itzhak Fried y sus colegas de la Universidad de California en Los Ángeles en un artículo publicado en 2012 en la revista especializada New England Journal of Medicine. Con un sistema similar a un videojuego, se les enseñó a siete pacientes a navegar un entorno de ciudad virtual con un joystick, donde debían buscar y llevar pasajeros a lugares específicos. La estimulación eléctrica apropiada al cerebro durante el juego aumentaba su velocidad y precisión para cumplir objetivos.
No todos los implantes cerebrales funcionan al estimular directamente el cerebro.
Algunos leen las señales del cerebro para interpretar, por ejemplo, las intenciones de un usuario paralizado. A la larga, los sistemas neuroprostéticos podrían intentar hacer ambas cosas, al leer los deseos de un usuario, realizar una acción como una búsqueda web y luego enviar los resultados de vuelta al cerebro.
¿Qué tan cerca estamos de tener aparatos tan maravillosos? En primer lugar, científicos, médicos e ingenieros deben encontrar formas más seguras y confiables de insertar sondas en los cerebros de las personas. Por ahora, la única opción es perforar pequeños agujeros en el cráneo e insertar electrodos largos y delgados hasta que llegan a destino en las profundidades del cerebro. Esto implica riesgos de infección, ya que los cables se extienden a través de la piel, y de hemorragia cerebral interna, lo que podría ser devastador e incluso fatal.
Hoy, las interfaces efectivas entre el cerebro y la máquina deben ser conectadas directamente al cerebro para tomar las señales que provienen de pequeños grupos de células nerviosas. Pero nadie sabe cómo fabricar aparatos que escuchen a las mismas células nerviosas por tanto tiempo, debido a cuestiones mecánicas y biológicas.
Muchos neuroingenieros jóvenes e inteligentes intentan superar estos obstáculos. Pero la pregunta real no es tanto si se puede hacer algo así, si no cómo y cuándo. ¿Cuántos avances en ciencia de materiales, química, biología molecular, ingeniería de tejidos y neurociencia necesitaremos? ¿Llevarán una década, dos, tres o más? Cuando eso suceda, los implantes neurales podrían ser absolutamente transformadores para millones de pacientes.
Asumiendo que se logren superar estas barreras de bioingeniería, el próximo reto será interpretar la información compleja de los 100.000 millones de diminutas células nerviosas que componen el cerebro. Ya podemos hacerlo en forma limitada.
Por ahora, algo como guiar un brazo robótico es torpe y trabajoso.
No sabemos cómo es que el cerebro realiza algunas de sus funciones básicas, como traducir un deseo vago de devolver una pelota de tenis al torrente de comandos ajustadamente compaginados que ejecutan la acción. Tenemos mucho camino por recorrer para entender el código neural.
Las resonancias magnéticas funcionales que se volvieron tan populares en los últimos años no serán suficiente. Es clave acercarse más porque los átomos de percepción, memoria y conciencia no son regiones del cerebro, sino neuronas e incluso elementos más pequeños.
Los avances en biología molecular, neurociencia y ciencia de materiales llevarán casi con certeza, con el tiempo, a implantes más pequeños, inteligentes, estables y de menor consumo de energía. Estos aparatos podrían interpretar directamente la enorme cantidad de actividad eléctrica dentro del cerebro. Por ahora, son una abstracción, pero algún día eso cambiará.
A la larga, los implantes neurales pasarán de ser usados exclusivamente para problemas severos como parálisis, ceguera o amnesia y serán adoptados por gente con discapacidades menos traumáticas.
Cuando la tecnología haya avanzado lo suficiente, los implantes dejarán de orientarse estrictamente a reparar algo y pasarán a mejorar el desempeño de gente saludable. Se usarán para mejorar la memoria, la concentración mental, la percepción y el estado de ánimo.
Eso no sucederá en la próxima década o quizás tampoco en la siguiente. Pero antes de fin de siglo, nuestros teclados de computadora y los sensores táctiles parecerán un chiste; incluso Google Glass 3.0 parecerá primitivo.
Los que tengan capacidades aumentadas —dispuestos a disfrutar los beneficios de las prótesis cerebrales y a convivir con sus riesgos— tendrán un desempeño superior al de los demás en la competencia cotidiana por empleos y parejas, en la ciencia, en los deportes y en las guerras.
Estas diferencias plantearán nuevos desafíos a la sociedad y abrirán posibilidades que apenas imaginamos.
Por GARY MARCUS y CHRISTOF KOCH
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